viernes, junio 11, 2004

Superheroe en camioneta vieja

Afuera la tormenta arreciaba sobre la casa. Los ocasionales relámpagos iluminaban su interior de muebles viejos y cortinas pesadas. La casa olía a encierro. Por sus paredes cubiertas de moho se deslizaban hilos de agua babosa y fría. La casa entera estaba poblada de charcos. Su dueño no tenía tiempo para hacer las refacciones. Había llovido toda la semana, y probablemente lloviera durante la siguiente también.

Angel miró la imagen que el espejo del botiquín le devolvía. Parecía cansado. Mal dormido. La barba crecida. Estaba pálido. Trató de recordarse a sí mismo como era antes, como había sido antes de la epidemia. No pudo. No podía ir más atrás del día en que Luz cayó enferma. Murió tres horas después de comenzado el violento ataque de fiebre. Igual que millones. Como miles de millones en todo el mundo. En este punto su mente se paralizaba ante el esfuerzo por abarcar la verdadera magnitud del desastre. Desistió del intento; demasiada presión, que no necesitaba ahora. Y liberado de su inmovilidad, su pensamiento derivó en simples imágenes concretas. Morían en la calle. Morían en sus trabajos. En las canchas de fútbol. Haciendo el amor, de a dos, de a diez, de a miles. Morían en puñados, morían como hormigas, morían sin tener tiempo a despedirse. Controles sanitarios desbordados, y el absoluto descontrol que reina donde sólo pueden sobrevivir los más rápidos, fuertes o afortunados. Y ahora la tormenta, arruinándolo todo.

Angel fue afortunado. Su mujer murió y él no. Su mujer murió en sus brazos, jurándole amor eterno, y él siguió vivo. Por lo que pudo leer en los diarios de esos días, todo parecía haber empezado en algún punto de Ecuador, cerca de la frontera con Perú. los diarios de allí daban cuenta de centenares de miles de muertos, y de embotellamientos en las rutas de salida de las ciudades. Y de incidentes armados. Un mes después, la población de América Latina se encontraba casi exterminada y la peste llegaba a Norteamérica y la costa atlántica de Europa.

La terrible, exhuberante América, parecía devolver a la aguerrida Europa las viejas plagas, potenciadas un millón de veces. Y Europa apuró su trago hasta el fondo. Y también Asia, a su turno. Las filmaciones de China muestran un hormiguero en etapa de destrucción.

Dada la inusitada velocidad de propagación, todas las investigaciones que se intentaron habían quedado inconclusas. Sus investigadores se morían. Angel había formado parte, gracias a sus estudios de genética, de uno de los tantos proyectos que se habían emprendido. Pero también éste había quedado trunco. Angel miró por la ventana. Un relámpago iluminó la vieja camioneta. Resistió la tentación de salir con ese temporal. No podía, no debía correr riesgos. y sin embargo, el tiempo le corría ahora en contra. ¿Cuánto esperar? ¿Un día, dos días más? Lo mejor, ahora, era tratar de dormir.

La mañana siguiente Angel despertó empapado en sudor. La claridad entraba por la ventana. Se asomó. La lluvia había cesado, y el sol empezaba a levantarse detrás del mar. Iba a ser un día fresco, tal vez ventoso. Por primera vez en mucho tiempo, Angel se sintió bien. Se supo capaz de tomar el destino en sus manos, y hacerlo suyo. El tiempo se le presentaba infinito, ancho, tendiéndole la mano. Y en esa mano había una oportunidad dorada. Sin vestirse siquiera, tomó las llaves de la camioneta y salió corriendo de la casa.

Era Aquiles, y Hércules, y Sansón, y los dioses incas y egipcios, todos ellos amasados y confundidos y si resultaba vencedor las generaciones venideras cantarían loas a él, el supremo de todos. Sonrió ante este pensamiento. Bajó de la camioneta. Entró a la casa. Desparramó sobre la mesa las jeringas, los frascos, las pastillas, las gasas, las botellas de alcohol. Todo iba a andar muy bien. Sólo había que curar una simple gripe. Había salido el sol al fin. Una simple gripe.

Se puso de pie y tomó la jeringa cargada en su mano temblorosa. Iba a aplicar un antídoto en la persona más importante que jamás hubiera existido en la historia del hombre.

En el cuarto, detrás suyo, agonizaba la última mujer del mundo.

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