viernes, junio 04, 2004

FERDYDURKE, WITOLD GROMBOWICZ

(...) ¡Cómo envidiaba a aquellos literatos, sublimados ya desde la cuna y evidentemente predestinados a la Superioridad, cuya alma ascendía sin cesar, como si alguien con una aguja les pinchase las asentaderas, escritores
serios que se tomaban sus almas en serio y quienes con facilidad innata, con grandes sufrimientos creadores, operaban dentro de un mundo de conceptos tan elevados y para siempre consagrados que casi el mismo Dios les resultaba
vulgar e innoble! ¿Por qué no es permitido a cada uno engendrar una novela más sobre el amor o denunciar con el corazón vehementemente torturado alguna injusticia social, transformándose en un Luchador del Pueblo? ¿O escribir
versos y en un Poeta convertirse y creer en la “noble misión de la poesía”? ¿Ser talentoso y con el talento alimentar y elevar a las muchedumbres de almas no-talentosas? ¡Ah, qué satisfacción; sufrir y torturarse, sacrificar y quemarse en el altar, mas siempre en las alturas, dentro de categorías tan sublimadas, tan adultas! Satisfacción para sí mismo y satisfacción para los demás: realizar su propia expansión a través de milenarias instituciones culturales con tanta seguridad como si se pusiese dineros, en un banco. Pero yo era —¡ay de mí!— un adolescente y la adolescencia era mi única institución cultural. Doblemente atrapado y limitado: una vez por mi pasado infantil del que no podía olvidarme; otra vez por el concepto infantil que otros tenían de mí,
esa caricatura de mí mismo que ellos guardaban en sus almas... era un melancólico esclavo de la verdura, ay, un insecto prisionero del denso matorral.
¡No sólo molesta, sino peligrosa situación! Porque los maduros a nada tienen tanto asco como a la inmadurez, y nada les resulta más odioso. Ellos soportarán fácilmente al espíritu más destructivo a condición de que actúe dentro del marco de la madurez. No les asusta un revolucionario que combate un ideal maduro con otro ideal maduro y que, por ejemplo, destroza a la Monarquía con la República o, al contrario, despedaza a la República con la Monarquía. ¡Hasta lo ven con agrado cuando funciona bien el sublimado, maduro negocio! Pero si, en alguien huelen la inmadurez, si huelen al jovencito, se echarán sobre él, lo picotearán hasta matarlo, como los cisnes picotean al pato, lo aplastarán con su sarcasmo. Entonces, ¿cómo terminará todo eso? ¿Adónde llegaré por ese camino? ¿Cómo se ha originado en mí (pensaba yo) esa esclavitud de lo informe, esa fascinación por lo verde; acaso porque provenía de un país rico en seres no pulidos, primitivos y transitorios, donde
ningún cuello queda bien a nadie, donde más que la melancolía y el destino son los incapaces y perezosos quienes se quedan por los campos gimiendo? ¿O puede ser porque vivía en una época pasajera que a cada rato inventaba lemas y muecas y en convulsiones retorcía su rostro de mil maneras?...

El alba pálida entraba por la ventana, y yo, mientras hacía así el balance de mi vida me sacudía entre sábanas una risita indecente, roja de vergüenza, y estallaba yo en una impotente, bestial carcajada mecánica y piernal, como si alguien me hiciese cosquillas en el talón, ¡como si no fuese mi rostro, sino mi pierna la que carcajeaba! ¡Había que acabar con eso de una vez por todas, romper con la infancia, tomar la decisión y empezar de nuevo; había que
hacer algo! Y entonces me iluminó de repente este pensamiento sencillo y santo: que yo no tenía que ser ni maduro ni inmaduro, sino así como soy... que debía manifestarme y expresarme en mi forma propia y soberbiamente soberana, sin tomar en cuenta nada que no fuera mi propia realidad interna. ¡Ah, crear la forma propia! ¡Expresarse! ¡Expresar tanto lo que ya está en mí claro y maduro, como lo que todavía está turbio, fermentado! ¡Que mi forma nazca de mí, que no me sea hecha por nadie! ¡La excitación me empuja hacia el papel! Saco el papel del cajón y he ahí que empieza la mañana, el sol inunda el cuarto, la sirvienta trae café con leche, medialunas y yo, entre las formas relucientes y cinceladas, empiezo a escribir las primeras páginas de una obra, de mi propia obra, de una obra como yo, idéntica a mí, proveniente de mí; de una obra que soberanamente me afirma contra todo y contra todos, cuando de
repente suena el timbre, la sirvienta abre la puerta y aparece en ella T. Pimko, doctor y profesor o mejor dicho maestro, un culto filólogo de Cracovia, pequeño, debilucho, calvo y con lentes, con pantalones rayados y chaqueta, uñas sobresalientes y amarillentas, zapatos de gamuza, amarillos. ¿Conocéis al profesor?

Extraído de Ferdydurke, de Grombowicz, que me dispongo a leer con apetito voraz. Tengo muchas expectativas que creo se cumplirán con creces; me lo recomendó mi amiga, Gabriela López Zubiría.

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