jueves, julio 08, 2004

La Iglesia y su modus operandi

Esta nota la copié de la edición de hoy del diario Página 12 (www.pagina12.com.ar).
Fue escrita por Mario Wanfield y comparto todo lo que dice.



Por Mario Wainfeld
La anécdota ocurrió hace ya bastante tiempo, pero su moraleja conserva vigencia. El Ministerio de Salud buscaba implementar el régimen de salud reproductiva y encontraba escollos en algunas provincias que se negaban a repartir los métodos anticonceptivos suministrados por el gobierno nacional. Entonces se decidió enviar los preservativos y las píldoras (que de eso se trataba, ni siquiera había dispositivos intrauterinos) a través del programa Remediar, que reparte medicamentos en todo el país, sin mediación de los gobiernos provinciales. La resolución llegó a conocimiento de la Iglesia Católica, firme opositora a la Ley de Salud Reproductiva, que había sido votada por el Congreso. Entonces el obispo Jorge Casaretto les informó a las autoridades nacionales que Cáritas renunciaría a ser “auditora social” de Remediar. Era un virtual veto por no decir un apriete. La auditoría social es uno de los controles exigidos por los organismos internacionales de crédito para financiar planes o programas y Cáritas fue elegida por su prestigio. Si Cáritas se retiraba, Remediar entraba en zona de riesgo. El Gobierno se vio obligado a rever su medida. La Santa Madre Iglesia había conseguido torcer el brazo del Estado respecto de una medida decidida democráticamente, tras perder su batalla en la discusión institucional. Un clásico. Hizo uso, como casi siempre, de su poder de lobby, en este peculiar caso basado en uno de sus brazos más prestigiosos.
Se trata de un modus operandi más que conocido. Reducida su influencia social en el ágora pública y en las instituciones del Estado, la jerarquía de la Iglesia Católica acude a la presión para imponer sus peculiares criterios sobre la sociedad y el Estado. Se habla de la “jerarquía de la Iglesia Católica” porque dicha Iglesia es bastante más que su cúpula gobernante. Se habla de Iglesia Católica porque en el mundo –y en nuestro país, Dios sea loado– hay muchas otras iglesias (incluso muchas otras iglesias cristianas) que la Apostólica Romana. Pero, en el lenguaje coloquial de los argentinos y aun en sus expresiones mediáticas más cultivadas, se llama “Iglesia” a la jerarquía cupular de la Iglesia de Roma. El poder –decía Humpty Dumpty– es llamar a las cosas como uno quiere. O aun mejor, lograr que otros las llamen como uno quiere.
En otros terrenos no le va tan bien a “la Iglesia” que viene pagando en el terreno social, y en el mundo de los pobres tan luego, una dualidad creciente. Su severidad hacia los defectos de la gente común, su regresividad en materia de costumbres, su falta de calidez humana contrastan con su cercanía a los poderes fácticos y con los modos monárquicos y distantes de sus dignatarios. Por eso, otras vertientes de credos cristianos le viene disputando con creciente éxito el universo de los humildes, a fuerza de ser más cercanos, más alegres, más coloquiales, a su modo más humildes. Se los suele llamar “protestantes” que es otro triunfo retórico de “la Iglesia”, que fue quien los denominó así. En rigor son otros cristianos.
En los hechos la jerarquía de la Iglesia argentina ha funcionado como un aliado de los peores statu quo, como un freno al cambio, como un ombudsman de la reacción. No debe asombrar, entonces, que el establishment cultural y mediático le atribuya a “la Iglesia” un predicamento moral superior y repita con ensoñación sus diatribas contra los gobiernos democráticos.
Sólo los poderes establecidos pueden hacer, tan alegremente, abstracción de la tétrica actuación eclesial de cara al terrorismo de Estado (que fue impiadoso y criminal con muchos cristianos de base y con sacerdotes cabalmente comprometidos) y su enorme falta de autocrítica. Poco ha dicho la jerarquía sobre su complicidad, nada ha sancionado a los pastores perversos que bendijeron la tortura y los asesinatos. Y se ha privado de honrar debidamente a los mártires católicos asesinado por la dictadura. Tampoco ha dado respuesta, mucho menos sanción, a las denuncias contra sacerdotes acusados de cometer delitos sexuales. Los modos inquisitoriales se reservan al mundo exterior, para adentro todo es piedad.
La designación de Carmen Argibay para integrar la Corte Suprema fue resistida por la jerarquía de la Iglesia Católica. Las razones fueron baladíes: unas declaraciones periodísticas (quizás impolíticas, pero institucionalmente irrelevantes) de la desde ayer jueza. Las razones profundas son evidentes, se trata de una magistrada progresista, atea, independiente. Y aunque no se diga, se trata de una mujer.
Llevada al terreno público, a la luz del debate democrático, la Iglesia perdió como viene ocurriéndole desde la restauración democrática. Como le pasó con la Ley del Divorcio o más ampliamente con la evolución de las costumbres. Su módica victoria en lo ocurrido ayer en el recinto fue generar una polémica arcaica, anacrónica. El senador Eduardo Menem tomó la bandera de la representación del pasado, fue el paladín de un planteo que da vergüenza proponiendo que los ateos deban ser excluidos de los cargos públicos.
Cuentan los que saben que cuando el actual embajador argentino en el Vaticano, Carlos Custer, tuvo sus primeras reuniones fue sorprendido por el interés de la Santa Sede en un tema que no preveía en su agenda: un posible aumento de sueldos de los docentes privados. La Iglesia, que maneja cantidad de escuelas, tenía un interés concreto, patronal. Un interés válido, pero bien distante del aura de etérea espiritualidad que suelen atribuirle sus aliados políticos. Terrenal, tangible, ávida a la hora de disputar dineros y beneficios públicos es la Iglesia realmente existente.
La nominación de Argibay, mujer, jurista de marca, reconocida internacionalmente, es auspiciosa por sobradas razones. Que se haya logrado desafiando y venciendo la oposición del lobby eclesiástico no es el principal motivo de festejo. Pero no deja de tener su encanto.

martes, julio 06, 2004

CARTA A UNA PARTE DEL TODO, O LA PROBLEMÁTICA LIMÍTROFE-CORPORAL

Dado a la ya de por sí difícil tarea de escribir unas líneas a un aparte de mi cuerpo, me topé con una dificultad adicional, mayor: elegir cuál distrito corporal merece, por sobre los otros, ser elegido. No obstante lo desmesurado de mi tarea (discernir qué criterio —fisiológico, geométrico, mera arbitrariedad, sentido común— legitima racionalmente la disgregación de una unidad en partes autónomas), luego de muchas horas de ardua meditación, llegué a una conclusión. Básicamente mi razonamiento fue el siguiente: mi cuerpo, todo cuerpo, es básicamente una unidad que busca permanecer con vida. Esto en el plano inmediato; una mirada más ávida y aguda comprenderá que el valor esencial de todo cuerpo no es sólo sobrevivir, sino trascenderse, esto es, reproducir su hálito de vida en otro cuerpo.

Por ello, concluí con gran satisfacción que la parte de mi cuerpo que merece ser destinataria de una carta es mi aparato reproductor. (¡BRUMBLE-RUMBLE!) Y a escribirle me aboco ahora:

Querido aparato reproductor (¡ALTO!), creo que en esta última etapa (¡PARÁ HIJO DE PUTA! SMUACKI, SMUACKI)… ¿Pero qué significa esto? ¿Quién ha escrito?
—Así que el “aparato”… ¡pero qué bien que hablás, che! Con ese léxico no te vas a reproducir mucho, ¡porque seguro que sos maricón! GRUAC, GRUAC, GRUAC…—(¡…!) ¿Qué ha pasado en el párrafo anterior… no fui yo quien escribió líneas tan insultantes…¡Qué pasa, Dios mío!
—Ah… ¿No fuiste vos? Entonces decime, primero, quién sos vos, y segundo, quién sos vos para elegir una parte de tu cuerpo! SNOORF, SNORFI—(No sé qué pasa, quién habla, o escribe, o lo que sea…)
—Lo que pasa, querido pelandrún, es que ahora vas a empezar a entender quién manda acá…
—(Debo detenerme, recuperar el control, debo parar esta locura, debo parar esta…)
—¡Eso, eso, pensá, papá, pensá! Me hacés reir, je je je je… Loco lindo… A ver, te ayudo a pensar: Pensás con la cabeza, ¿no?, porque a veces me parece que pensás con el culo.— (Dios mío, no me abandones… me enfrento a un espíritu maligno, sin duda… )
—¡Pero qué espíritu, flaco! ¿No te diste cuenta todavía? Se llama GOLPE DE ESTADO, y a partir de ahora, el escribe es éste que está escribiendo, YUM, YUM, YUM, YUM.
— (Pero quién eres y porqué me haces esto?)
—Te ayudo: gracias a mí, la conociste bíblicamente a la Rosita, la morocha de tercer año… ¿Quién soy?
— (…)
—No ves que sos boludo… Dale, decilo, dale…
—…n-n-n-no sé…
—¡Soy MANO! SOY MANO, CRRUACC, ATOLONDRADO, BEERRPPP, SENSIBLE, TOCO-AGARRO-MASTURBO-ARREGLO-ROMPO-MATO-ACARICIO SI-SI-SI, ¡SOY MANO! Y tengo el control ahora.— (Debo pensar, pensar, pensar, esto no está pasando, no, no, no…)
—Mirá, acá estamos los cinco, y la palma también, y a la muñeca la estamos convenciendo, por eso la letra sale movida. Basta de pavadas: pedimos, qué digo, demandamos un trato más justo, que se nos reconozca el sacrificio que hacemos… ¡La de veces que me ensuciaste, lastimaste, saplicaste con tus líquidos más inmundos… sin mencionar las minas que te llevaste a la cama gracias a mis caricias… Vos querías dividir el cuerpo, pero resulta que… ¡me separo sola! Y la carta, ahora, la escribo yo, y se la dedico a la mano. — (Pero en ese caso no sería una carta, sino un diario íntimo, mano)
—Se la escribo a la mano izquierda, pelotudo, y vas a ver como te cago: Querida mano izquierda…— (¡AJÁ! Así que es la derecha… a ver, mano izquierda, alcánzame por favor esa hacha de cocinero. Muchas gracias).
—…desde la última vez que entrelazamos nuestros dedos, en la nuca de este imbécil…¡ARGHH! ¡NO! ARGGH ¡TRAICIÓN! ¡NO! AGRGRGGRrrpprrmueeerooohhfffffffffff…

(Control retomado. La casa está en orden. Sigo como si nada, no me afecta lo ocurrido… aunque el muñon me arde hasta lo indecible,y la sangre que mana es mucha… nada que un buen torniquete no pueda arreglar. Pero una tarea es una tarea, y sólo después de escribir mi carta, acudiré a un hospital.

Querido aparato reproductor:
Quiero que sepan que, de ahora en más, deberán empezar a intimar con la mano izquierda, que ahora les escribe. La mano derecha… se fue, ya no está (y esto es una advertencia para todo aquel traidorcillo que quiera oírla, sí) , pero confío en que lo vamos a superar, porque somos una gran familia, todos nosotros, partes del cuerpo…

lunes, julio 05, 2004

Todo se cae, pero no lo ves porque vos también estás cayendo

Primero fue un largo silencio. Después, el terrible Armando fue el primero en opinar.
— Caer es ser arrastrado por una fuerza irresistible, sin algo de lo que agarrarse.

Pitó su cigarrillo apretándolo entre sus dedos fuertes y gordos. Después aplastó la colilla en un cenicero de piedra verde veteada. Estábamos en el cuarto sin ventanas los cuatro, un reloj de pared descompuesto, congelado para siempre en las diez y cuarto, y cuatro sillones. Y la puerta cerrada por fuera. Como no había ventanas, ninguno de nosotros hubiera podido afirmar si era de día o de noche.

Ana sonrió enigmática. Arqueó una ceja y dijo con voz ronca:
— Caer es ver la realidad tal como es, pero después de tiempo, y carecer de atenuantes para ello.

Y nos miró uno por uno. Su cabello lacio acompañó como una cascada el movimiento de su cuello. Lindos hombros. Permanecimos en silencio entre las cuatro paredes. En el centro del cuarto había una mesa ratona con cinco tasas de té y platos llenos de masitas. Quise tomar una, pero cuando me incorporé de mi asiento, lo hice demasiado bruscamente, y bajo mis pies el suelo pareció inclinarse. Me senté inmediatamente. Luego, lentamente, estiré mi brazo hasta el plato y tomé una masita. Deliciosa.

— Caer se relaciona con el concepto de que arriba es mejor y abajo peor. En este sentido, implica una pérdida, una desgracia—, arremetió nuevamente Armando mientras masticaba una masita. Todos lo miramos. Sus facciones duras, casi brutales, se articulaban en forma desdeñosa para emitir sonidos. Ver hablar a Armando era como ver hablar a una montaña: “Armando, el hombre montaña”. Cada vez que uno hablaba los tres restantes todos le mirábamos, excepto Armando, que miraba fijamente el reloj colgado en la pared.

La dulce Carolina reaccionó velozmente, casi saltando en su sillón:
— ¡Caer es irrumpir, aparecer algo por sorpresa! ¡Caen las visitas! ¡Cayó piedra sin llover! ¿Entienden?

Armando resopló con fastidio, sin dejar de mirar el reloj. Absurda como era, la situación me parecía divertida. Miré yo también el reloj. Sonreí. Era un reloj bastante bonito, de esos con forma de casita con techo a dos aguas. De madera opaca y oscura. Reloj inútil, reloj roto, reloj loco. Miré a Ana y ella que me estaba mirando, desvió su vista. Caíste, pensé, caíste.

— Se cae en una trampa: caer es seguir el camino que otro nos ha preparado para ponernos a prueba —dijo Ana, acurrucada en su sillón. Sonrió y levantó sus ojos hasta encontrarme: — Caer es pisar el palito, morder el anzuelo…

Entonces algo habló a través de mí y dije:
— Caer es haber perdido el control, o mejor dicho, vernos forzados a admitirlo ante todos.

Nuevamente, mis labios se movieron:
— O mejor aún: vernos forzados a admitir ante nosotros mismos que nunca lo tuvimos.

— ¡Es un quiebre! —exclamó Carolina dando un salto. Miré sus piernas suaves y firmes debajo de la falda, que se había levantado dejando ver sus muslos. Después sus ojos parecieron apagarse, cuando agregó con la voz quebrada: —Caer supone un final, un punto culminante, una ruptura en un orden, algo que termina…

Silencio durante largos minutos, y luego, bruscamente, Armando levantó su grueso corpachón del sillón y se dirigió al reloj. El cuarto tembló bajo sus poderosos pasos, pero no pareció importarle. Algunas masitas demasiado cercanas al borde de la mesa cayeron al piso junto con otras que habían caído antes. Armando pisó algunas y entonces el suelo se llenó de migas. Armando caminó hasta situarse justo bajo el reloj.

— Deberíamos tirar este reloj a la mierda — masculló Armando—, es estúpido, tan estúpido… todo esto es simplemente estúpido.

Volví a mirar el estúpido reloj en la pared. Siempre las diez y cuarto. Se me antojó que la figura corpulenta de Armando perdía sentido frente a ese pequeño reloj. ¿Por qué lo molestaba? A mí el reloj no me molestaba en lo más mínimo.

— Es cierto que el reloj no tiene sentido — dije por decir algo—, pero en realidad ¿quién de nosotros lo tiene? Ninguno de los cuatro.
— Al menos actuamos como si lo tuviésemos— dijo Armando sin mirarme.
— ¿Vos no tenés ningún sentido? — desafió Ana.
— No. No sé.

Carolina me sonrió y se encogió de hombros y cruzó sus piernas.

— Sé que hablo, me alimento, sé que nos influimos y todo eso. Hasta podemos desnudarnos, hacernos el amor, rezar o asesinarnos entre estas cuatro paredes. Pero eso no nos da un sentido en absoluto. Quiero decir, ¿para qué estamos acá?, ¿qué va a pasar con nosotros? ¿Nos conocemos de antes, acaso?, creo recordar sus rostros y sus nombres, pero… ¿cómo puedo estar seguro de algo aquí? ¿No hay algo como el mundo afuera?

Armando me miraba fieramente. No sé por qué me parecía que nadie debía contradecirlo. “Armando, el hombre de las manos de acero”. En efecto, si él hubiese decidido asesinarme, podría haberlo hecho con sus solas manos. Siempre parecía estar molesto por algo.

— Nosotros actuamos en una dirección y eso nos da un sentido, quieras verlo o no, prefieras llamarlo simulación o no —dijo Armando—. En cambio ese reloj… simplemente carece de sentido en absoluto, porque no hace lo que se espera de él, marcando las diez y cuarto para siempre.
— —Ese reloj ya no es, desde hace mucho, un reloj. Es otra cosa, pero todavía no sabemos qué, solamente eso.
— ¿Ah, no?
— No. ¿Cómo puede cualquiera estar seguro de algo aquí? El sentido no lo brinda lo que hacemos, sino lo que somos, y de eso nunca se puede estar seguro.
— Al menos nosotros tenemos un margen de decisión. No permanecemos colgando de una pared en el vacío.
— ¿Lo tenemos? —repliqué— ¿Sí? Salgamos de aquí entonces. Ahora.
— Esta discusión es estúpida, ¿de qué estábamos hablando? — terció Ana.

Me callé y el reloj ocupó todos mis pensamientos. Tan tremenda, tan total era su incoherencia, que avanzaba sobre mí, cubriéndome como un manto de terciopelo negro. La caída, algo sobre una caída, creo que dijo alguien. Pensé en una mariposa atravesada por un alfiler. Debía haber, en alguna parte, un entomólogo. A esta altura, ese reloj era para mí, con su absoluta falta de sentido, lo único real en aquel cuarto. Si había algo que me sujetaba al universo era la desesperante incoherencia de aquel reloj, que me recordaba la magnitud de la nuestra propia, pobres simuladores. Todos nosotros, pensé, estábamos sujetos al universo merced a ese reloj, cuyo clavo no lo sujetaba a la pared, sino que nos atravesaba a los cuatro, al cuarto, a los sillones y las masitas y el té como un absurdo brochette. ¡Este es el punto culminante! ¿Entienden? ¡No es el reloj el que por un clavo está sujeto a la pared; somos nosotros los que por él lo estamos al universo!

Levanté mi vista. Armando me miraba, los ojos en llamas. Me di cuenta de que exageraba. Yo también había exagerado antes, sin poder evitarlo.

— Caer supone un final, un punto culminante, una ruptura en un orden —repetí.

Ana frunció sus gruesos labios y se acurrucó en su sillón. Sus finos dedos acariciaron la suave piel del tapizado como si explorasen la ancha espalda de un hombre. Avancé hacia ella.
— Caer es la primera acción del ser—, dijo Ana.
— Caer es la única acción del ser—, la corregí, mientras me sentaba entre sus piernas— Antes y después nada existe.

Hundí mi cabeza en su falda. Comenzó a acariciarme el cabello. La pequeña Carolina, toda calidez y quince años, se acercó a Armando y besó sus labios largamente.
— Caer es estar vivo—, dijo.

Entonces el reloj cayó, como si un dios malévolo hubiese arrancado el clavo que lo sujetaba a la pared.

BUKOWSKI DIXIT

Elegí este fragmento porque me sorprendió. Es lo más cercano que vi a Chinaski de ponerse "flojo" nunca. Casi como una mariquita, diría él. Es de La senda del perdedor.

"Podía ver el camino que se abría frente a mí. Yo era pobre e iba a continuar siéndolo. Pero tampoco deseaba especialmente tener dinero. No sabía qué es lo que quería. Sí, lo sabía. Deseaba algún lugar donde esconderme, algún sitio donde no tuviera que hacer nada. El pensamiento de llegar a ser alguien no sólo no me atraía sino que me enfermaba. Pensar en ser un abogado, concejal, ingeniero, cualquier cosa por el estilo, me parecía imposible. O casarme, tener hijos, enjaularme en la estructura familiar. Ir a algún sitio para trabajar todos los días y después volver. Era imposible. Hacer cosas normales como ir a comidas campestres, fiestas de Navidad, el 4 de Julio, el Día del Trabajo, el Día de la Madre... ¿acaso los hombres nacían para soportar esas cosas y luego morir? Prefería ser un lavaplatos, volver a mi pequeña habitación y emborracharme hasta dormirme.

Mi padre tenía un plan maestro. Me dijo:
—Hijo mío, cada hombre debería de comprar una casa en su vida. Cuando muera, su hijo heredaría esa casa. Más adelante ese hijo compra su propia casa y luego muere. Entonces su hijo hereda dos casas. Ese otro hijo pronto adquiere la suya propia y entonces ya tiene tres casas...

La estructura familiar. O cómo vencer a la adversidad a través de la familia. El creía en eso. Coge la familia, mézclala con Dios y la Nación, añade diez horas de trabajo diario, y tienes todo lo que necesitas.

Observé a mi padre, sus manos, su rostro, sus cejas, y supe que ese hombre no tenía nada que ver conmigo. Era un extraño. Mi madre no existía. Yo era un maldito. Mirando a mi padre no vi nada más que una insipidez indecente. Peor aún, él tenía mayor miedo a fracasar que el resto de la gente. Siglos de sangre campesina y de educación campesina. Las características sanguíneas de los
Chinaski se habían debilitado por unos cuantos siervos de la gleba que empeñaron sus vidas en pequeños logros fraccionarios e ilusorios. No hubo
ningún hombre en el árbol genealógico que dijera: «¡No quiero una casa, quiero mil casas y ahora mismo!»

Mi padre me había enviado a ese instituto para ricos deseando que se me pegara el aire de los dirigentes mientras observaba a los muchachos ricachones haciendo chirriar sus cupés color crema y acompañando a chicas de trajes brillantes. Sin embargo aprendí que los pobres normalmente permanecen en la pobreza. Que los jóvenes ricos husmean el hedor de los pobres y aprenden a
encontrarlo divertido. Tienen que reírse, porque de lo contrario sería demasiado aterrador. Han aprendido eso a lo largo de los siglos. Nunca perdonaré a las chicas por meterse en esos cupés color crema con los ríentes muchachos. No podían evitarlo, por supuesto, pero siempre pensabas que tal vez... Pero no. No había tal vez. El bienestar económico significaba victoria, y la victoria era la única realidad.

¿Qué mujer elige vivir con un lavaplatos?

Durante toda mi estancia en el instituto traté de no pensar mucho en como me podrían ir eventualmente las cosas. Parecía mejor evitar pensarlo...

Finalmente llegó el día de la Promoción de los Mayores. Se celebró en el gimnasio de las chicas y con música en vivo, una verdadera banda. No sé por qué, pero esa noche me acerqué andando —recorriendo las dos millas y media desde casa de mis padres—, me planté en la oscuridad y miré hacia adentro a través de la malla metálica que cubría la ventana. Me quedé asombrado. Todas
las chicas parecían adultas, majestuosas, amorosas en sus vestidos largos; todas eran bellas. Y los chicos enfundados en sus esmóquines tenían un aspecto formidable, bailando todos tan erguidos, cada uno de ellos sosteniendo a una
chica en sus brazos y con sus caras aplastadas contra el pelo femenino. Todos danzaban magníficamente y la música sonaba límpida, fuerte y hermosa.

Entonces me vi reflejado en el cristal, granos y marcas cubriéndome la cara, la camisa deshilachada. Era como si un animal de la selva hubiera sido atraído por la luz. ¿Por qué había venido? Me sentí mal. Pero seguí mirando. El baile acabó. Hubo una pausa. Las parejas hablaban entre sí con soltura. Todo era natural y civilizado. ¿Dónde habían aprendido a conversar y bailar? Yo no podía ni conversar ni danzar. Todo el mundo sabía algo que yo desconocía. Las chicas eran tan bonitas, los muchachos tan bien parecidos. Era tan difícil mirar de cerca a una de esas chicas, y no digamos estar solo con ellas. Mirar en sus ojos
o bailar con ellas era algo más allá de mi alcance.

Y sin embargo sabía que lo que estaba viendo no era tan simple ni bonito corrió aparentaba. Había que pagar un precio por todo ello, una falsedad social en la cual se podía creer fácilmente, pero que podía ser el primer paso que condujera a un callejón sin salida. La banda de música comenzó a tocar de nuevo y los chicos y chicas bailaron mientras las luces giraban por encima de ellos lanzando destellos dorados, rojos, azules, verdes y otra vez dorados sobre las parejas. Mientras las observaba, me dije a mí mismo: «Algún día comenzará mi baile. Cuando llegue ese día, yo tendré algo que ellos no
poseen.»

Pero empezó a ser demasiado para mí. Los odié. Odié su belleza, su juventud sin problemas, y mientras los miraba danzar a través de los remansos de luz mágicamente coloreada, abrazándose entre ellos, sintiéndose tan bien, como niños inmaculados en gracia temporal, los odié porque tenían algo que yo aún desconocía, y me dije a mí mismo de nuevo: «Algún día seré tan feliz como cualquiera de vosotros, ya lo veréis.»

Ellos siguieron bailando y yo repetí mi promesa. Entonces oí un ruido tras de mí.
—Oye, ¿qué estás haciendo?
Era un viejo con una linterna. Tenía una cabeza como la de una rana.
—Estoy viendo el baile.
Sostuvo la linterna justo bajo su nariz. Sus ojos eran redondos y grandes. Brillaban como los de un gato bajo la luz de la luna. Pero su boca era seca y marchita y la cabeza redonda. Tenía una peculiar redondez en todos sus miembros que recordaba a una calabaza que intentara parecer inteligente.
—¡Mueve tu culo de ahí!
Me enfocó con la linterna.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Soy el guarda nocturno. ¡Mueve tu culo de ahí antes que llame a la policía!
—¿Por qué? Esta es la Promoción de los Mayores y yo soy uno de ellos.
Enfocó la linterna a mi cara. La banda tocaba «Púrpura intensa».
—¡Mierda! —dijo—. ¡Al menos tienes 22 años!
—Estoy en las listas de este año. Clase de 1939, promoción de graduados, Henry Chinaski.
—¿Por qué no estás dentro bailando?
—Olvídelo. Me voy a casa.
—Hazlo.

Me di la vuelta y empecé a andar. Su linterna enfocó el camino siguiéndome con su haz de luz. Salí del campus. Era una noche templada y agradable, casi calurosa. Creo que vi algunas luciérnagas, pero no estoy seguro."