LA MOSCA
Volaba insistentemente alrededor del hombre en el sofá. Se acercaba a su rostro, incluso llegaba a posarse levemente en él, para enseguida alejarse, una y otra vez, en un juego de histeria que no parecía molestar al hombre, tan absorto estaba en sus pensamientos, tan inmóvil se hundía su pesado corpachón en la suave piel del tapizado. Era verano, y el calor y la humedad reinaban en la habitación.
Sobre una mesa al costado del sofá un vaso lleno con jugo de naranjas se calentaba lentamente. Las paredes del vidrio transpiraban, y sobre el borde se depositaban pedacitos de la pulpa de la fruta, señalando para quien prestara la suficiente atención la zona tocada por los labios del hombre al beber.
Después de un rato, resuelta, la mosca se alejó en vuelo recto hacia el pasillo en penumbras al costado del hombre. Como si ese insignificante acto ocultara algún significado, él siguió con su mirada la trayectoria del insecto, hasta que lo perdió de vista. Ahora la mosca debía estar revoloteando, en completa soledad, por alguno de los cuartos de la casa.
Un raro, casi imperceptible brillo en la mirada del hombre, anunció que una decisión había sido tomada. Con inusitada rapidez para un cuerpo tan pesado, el hombre se levantó y, resoplando como un toro corrió hasta la ancha ventana de bordes de madera. Escondido detrás de las cortinas, con la visión limitada al rectángulo de luz que formaban las persianas entrecerradas, bajó su mano hasta su entrepierna, se bajó el cierre de la bragueta y comenzó una lenta, anhelada masturbación.
SOL
Como un pedazo de sol bajo el sol de la tarde, la piba desperezaba sus piernas en la calle vieja, silenciosa. No pasaban autos, ni había chicos jugando, ni personas caminando. El sol, después de castigar durante todo el día de aquel verano, comenzaba a menguar su fuerza, y en media hora más atardecería. Pero todavía le quedaban energías para azotar a quienes le escapaban, escondidos dentro de sus húmedas casas; y para maravillarse con el espectáculo de aquellos atrevidos, sus cálidos amantes de suaves pieles cobrizas que, como la chica sentada en la vereda, se alimentan del calor mismo de la vida.
Adentro, en la oscuridad, el hombre subía y bajaba lentamente su mano ensalivada a lo largo de su pene. Olía a semen y a orina y a sudor. Se quedó un buen rato espiando, hasta que oscureció y la chica, satisfecha ya con el baño de luz y calor, se marchó caminando hacia la esquina, agitando en suaves ondas su largo pelo lacio, balanceando con inocencia su delgada cadera. — Todo lento, — dijo el hombre en voz alta — todo muy despacito.
Afuera, una piba contoneaba cadenciosamente su cadera, en un silencioso pueblo de gente grande. Adentro, una mosca volvía, obstinada, para interrumpir el retiro de un hombre grueso, reconcentrado en sus pensamientos.
EL IDIOTA
Gonzalo fue idiota desde siempre. Llegó al mundo con los ojitos achinados y con los labios colgando, el pobre. Supo desde pequeño, a medida que se alejaban de él los demás chicos, que esa idiotez lo diferenciaba de sus amigos. Pero sabía además —y esto sólo él lo sabía— de otra cosa que lo distinguía: podía conocer el futuro por medio de visiones, aunque no entender su causa ni su objeto.
La primera vez que tuvo una premonición, Gonzalo lloró de angustia y miedo. Sin saber cómo ni porqué, había soñado con su madre muerta. Durante el breve entierro, que tuvo lugar una semana después, nada pudo evitar que el idiota se culpara de haber soñado. Seis años tenía Gonzalo entonces.
Varios años después el chico tuvo otra visión. Esta vez se trató de un auto estacionado a orillas de un lago en el bosque, en la noche. Era de noche y hacía frío. En el interior del vehículo estaba sentado su tío Walter, con una mujer que lloraba y abría muy grande la boca. Entonces el tío le metía un revolver en la boca, sin importarle tanto grito y tanto llanto. Finalmente la mujer, después de unos segundos, con los ojos inundados de lágrimas, se inclinaba sobre el regazo del hombre, como si buscara algo en el suelo del automóvil. Entonces el tío Walter le sacaba el revolver de la boca y lo apoyaba en la nuca de la desgraciada, mientras le tiraba de los pelos con su otra mano. El tío Walter reía, jadeaba y gritaba, con las venas de su frente a punto de estallar.
Tres días más tarde, la policía se llevó al tío Walter, y de nuevo Gonzalo sintió la culpa devorándolo, trepando por dentro como esas enredaderas que crecen en los húmedos muros de las casas viejas.
Pero la peor de todas las visiones Gonzalo la tuvo dos días después de que una mosca alterara los pensamientos de un hombre grueso sentado en un sofá.
Raúl, a quien Gonzalo conocía de vista, se encontraba sentado a la mesa del comedor, con sus manos entrelazadas ante sí y la vista clavada en una nena, ubicada en la silla enfrente suyo. Entre ambos, una olla humeante ocupaba el centro de la mesa. También había frutas, pan, y una jarra con agua. Las persianas cerradas sumían la habitación en penumbras, con solo la luz que se filtraba por entre las hendijas de la madera para alumbrar difusamente el almuerzo. La chica comía despacio del plato ante ella. Su mirada subía y bajaba, alternando entre el hombre y la comida. Raúl hablaba en susurros, de una manera que hacía pensar vagamente en alguien alimentándose. Cuando la pequeña terminó su plato tomó el racimo de uvas que le ofreció el hombre. Ahora ya no lo miraba a los ojos; se apuraba a terminar el postre, atemorizada de que ese sorpresivo festín que le era obsequiado cesara abruptamente.
Desde algún lugar, el idiota seguía soñándolos, sin saber porqué miraba.
Cuando la chica comió la última uva, el tipo se paró, apoyando sus manos en la mesa. Lo hizo de repente, asustando a su invitada, que pegó un salto en la silla. Raúl rodeó la mesa, hizo girar a la nena en su silla, y le acarició el cabello negro, susurrándole algo al oído. La chica sonrió, relajándose, con un encantador gesto de inocencia. Después, ambos se dirigieron al cuarto contiguo.
Gonzalo despertó de esta visión llorando, presa de una ataque de nervios. En la pieza contigua a la suya, el papá del idiota se emborrachaba. No iba a entender nada de lo que su hijo intentara explicarle.
EL HORROR
“Decime que te gusta, hija de puta”; muerde las palabras el hombre enorme sobre el cuerpo aplastado debajo suyo. “Decime papito. ¡Decime papi o te mato, putita!”; le ordena despacito, muy cerca del oído. No se escuchan gritos. Nadie llora. Nadie ruega por su vida. Sólo existe el más conmovedor espanto, acurrucado en el final del alma de la criatura, allí donde cree estar muerta.
No hacen falta golpes, ni correas hundiéndose en las muñecas, ni mordazas. Apenas un par de ordenes secas hacen falta para transformar una puta en una esclava. Entonces, cuando la metamorfosis se cumple, el poder del hombre se proyecta en sus dientes clavados en la carne de ese casi animal, y su furia se dispara recorriendo su propio cuerpo, que termina montado al lomo de el otro cuerpo, el ajeno, para domarlo y para lastimarlo y clavarlo y morder su espanto incrédulo y sosegado.
En la pared no hay cuadros que mirar, ni espejos que devuelvan imagen alguna. No hay paredes blancas de hospitales blancos, no hay asistentes sociales, no hay madres, no hay promesas de amor, no hay mentiras. Tampoco hay televisores, automóviles, hoteles, escuelas ni pasta dental. No importa la esperanza, ni el odio, ni la gula, ni el deseo. No existe en ningún rincón del universo algo parecido a la justicia, mucho menos al amor.
Dios no existe, como tampoco el Diablo existe. Lo que existe se limita a este cuarto, al espacio contenido por cuatro paredes embarradas de sombras y de sangre. Lo que es está en el dolor de la presa paladeada por su cazador, degustada, masticada con fruición, y finalmente aprobada. Dos almas huérfanas, locas de dolor y angustia; una arrastrando a la otra a su íntimo torbellino de oscuridad y caos. Hay dientes apretados y hay gemidos.
Pero Dios no existe.
PAN
Gonzalo se vistió temprano y desayunó pan duro con mate cocido. Una y otra vez, hundía el mismo trozo de pan en el líquido verde; una vez tras otra, lo llevaba hacia su boca para deshacer con los labios el reborde húmedo, coloreado de verde y ligeramente humeante, del pan viejo.
Gonzalo piensa en su último sueño y le entra una sensación fea. Angustiante, esa sensación. La tía Emilia dice siempre que le da una cosa acá, en el pecho, cuando algo no le gusta. ¿La tía Emilia sentirá tan feo como siente Gonzalo ahora? Gonzalo mira los pedacitos de pan que flotan en el mate cocido.
— A Gonzalo no le gustan los cuchillos— dice, y se queda pensativo.
LA SANGRE¡Plaf!, el cuchillo se hunde de punta en la carne. ¡Flip!, el filo se desliza sobre tendones y nervios, veloz. ¡Rap!, la hostilidad pestañea en un par de ojos cuando la sangre los salpica. ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap!, "cómo se mueven esas manos torpes y gordas pese estar tan resbalosas", ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap!, ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap!, ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap! "¿Fue ese un destello de luz en el filo del cuchillo?". "No, fue mi rostro tensionado y mis dientes apretados"... Un rápido movimiento: un trozo de carne cae al interior de una bolsa negra de residuos. Le sigue otro, y otro más, éste último arrojado por encima del hombro. Un perro ladra afuera, en la noche. ¡Plaf! ¡Flip!, el carnicero realiza su tarea. ¡Flip!, la carne se le abre de nuevo — ya lo hizo en vida —. ¡Crac!, un hueso es separado para siempre de la carne que sostenía. Y los ladridos, cada vez mas lejanos, más difusos. Y el delantal cubierto de una sangre oscura y pesada, y una lamparita colgada del techo arroja su sucia luz amarilla alrededor, —"¡demasiado baja, esa luz!"—, golpea la frente transpirada del carnicero demente, y las rojas sombras de brazos y de piernas y de una larga cabellera negra y de unos ojos de pupila congelada en el tiempo y el terror, todos congelados para siempre por la muerte en un inútil gesto de fuga o de danza. Hace calor aquí adentro, carnicero, ¿por qué no dejas descansar este cadáver ante ti? Sombras bailando sobre la hoguera — eso es, déjalas ya, carnicero, déjalas que descansen —. Ladridos que llegan a través de un sueño perverso y húmedo, anestesiados por el olor a sangre, alejándose lentamente hacia el interior de esta madrugada fría.
Y las horas que dura todo, hasta que el amanecer sorprende a Raúl en la cocina, todavía manchado de sangre y con restos de carne entre las uñas y el pelo, tomando unos mates lavados y fríos.
PERRO
Cuando el viento cambió de dirección, Perro levantó la cabeza, soltó el cuerpo todavía tibio del pichoncito que había estado mordisqueando, y olfateó el aire, que llegaba cargado de un fuerte olor a carne fresca. Permaneció unos segundos inmóvil, con una oreja parada y la otra, rota en una pelea canina, indefectiblemente caída, lo cual confería a su cara una cómica ternura, aunque los perros nada saben de comicidad ni de ternura. Después comenzó a caminar en la dirección que su olfato le indicaba avanzar. Anduvo lentamente, olisqueando alternadamente el suelo y el aire. Poco a poco se adentró en el bosque que se levanta todavía a dos kilómetros del pueblo, siguiendo el segundo camino de tierra que se abre de la ruta desde Buenos Aires. Se detuvo al llegar a un eucalipto gordo y alto. Confundido, olió la madera del tronco. Después bajó su hocico hasta llegar al suelo, donde la tierra parecía haber sido removida recientemente. Con su curiosidad excitada (es una manera de decir, y una manera errónea, porque los perros nada saben de curiosidad), excavó con sus patas. Se detuvo a unos treinta centímetros de profundidad, miró y hundió la trompa en el pozo. Extrajo una bolsa de residuos y la olfateó. Rascó con sus uñas el nylon negro y brillante y por la herida recién abierta del saco manó la sangre en densos borbotones. A continuación también salió un pedazo de carne, que rodó hasta detenerse frente al hocico del animal. Perro volvió a oler: sabía que tenía ante sí algo distinto de lo habitual; no se trataba de las sobras que comúnmente le arrojaban los vecinos, ni de la basura que revolvía de los tachos. La comida era buena, decidió Perro finalmente, y con una suave caricia de sus colmillos tomó un trozo de carne.
Excitado y orgulloso de su olfato, Perro se tendía en el suelo. Mordisqueaba, desgarraba, lamía, tragaba. Aferraba con las patas delanteras su alimento-trofeo; se relamía la sangre que le manchaba el morro, le gustaba lo que comía.
Una hora después, iba a vomitar el alimento que comía, y dos horas más tarde tres chicos de nueve años pasarían cerca de aquel eucalipto y lo verían todo: el negro pozo en la tierra, la desangrada bolsa de residuos, la carne de bordes ennegrecidos, dura, esparcida, y Perro arrastrándose con el hocico ensangrentado, todavía vomitando, pobrecito, carne negra.
Libros para que te bajes
martes, mayo 04, 2004
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