Van más libros a disposición de quien se interese por ellos. Sólo deben dejar mensaje indicando mail y libros, y azotaré a mi humilde sirviente hasta que se los haga llegar, hoja por hoja., donde quiera que estén.
La lengua del exilio, Benjamin.
Aparatos Ideológicos del Estado, Althusser.
Desayuno en Tyffannis, Capote.
Desgarradura, Ciorán.
Educación sentimental, Flaubert.
El ojo del poder, Foucault.
Lección sobre Kant, Peirce.
Cuentos, Cortázar.
Curso de filosofía en seis horas y cuarto, Grombowicz.
La búsqueda de la lengua perfecta, Eco.
Las tumbas de Atuan, Úrsula K. Leguin.
Saverio el cruel, Arlt.
Aforismo, visiones y sueños, Kafka.
Homero y la filología clásica, Nietzsche.
La rebelión de las masas, Ortega y Gasset.
La invención de la soledad, Paul Auster.
Poema del ser, Parménides de Elea
El existencialismo es un humanismo, Sartre
Más los ya ofrecidos hace un tiempo:
Alicia en el país de las maravillas / Detrás del espejo, L. Carroll
El Amor, las mujeres y la muerte, Schopenhauer
El inconveniente de haber nacido, Cioran
Consejos a los jóvenes literatos, Baudelaire
Un Corazón sencillo, Flaubert
Decamerón, Bocaccio
Discurso del Método, Descartes
Dieciséis esbozos de mi mismo, G.B. Shaw
Ecce homo, Nietzsche
De mi vida, Nietzche
Genealogía de la moral, Nietzche
El péndulo de Foucault, Eco
Elogio de la locura, E. Rotterdam
Sujeto y poder, Focault
Grado cero escritura, Barthes
Trópico de Cáncer, Henry Miller
venas abiertas america latina, Galeano
El hombre duplicado, Saramago
Corrientes en la filosofía argentina, J. Ingenieros
Libros para que te bajes
viernes, mayo 28, 2004
Lo doloroso de permanecer
Interrumpir el pensamiento y permanecer vacío era para mí, después de tanto tiempo, cosa fácil. Ponerlo en marcha otra vez era, entonces como ahora como siempre, doloroso. Pestañeé. Pestañeé otra vez. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Cuánto en ese escondite húmedo y oscuro? Podrían haber ser siglos: el tiempo para mí no importa; nada tengo que hacer ni de qué preocuparme.
El olor me inundó en la semipenumbra. Algo se pudría muy cerca de mí. Pero no me hizo volver el olor, un linyera se acostumbra a eso, sino el ulular de una sirena que llegaba hasta mí. Taconeo de zapatos, corridas, gritos, órdenes. Sombras deformadas por linternas a la vuelta de un oscuro corredor. Ladridos. Policías. Sabía cómo terminaba eso. No quería volver a pasarlo. Un policía ve al linyera. Puede ser algo vago en su actitud más que en la ropa, lo que llame su atención. Puede que lo pare y le haga unas cuantas preguntas estúpidas. Puede que las respuestas, dubitativas, no lo convenzan. Puede que la mirada de éste linyera sea diferente a la de otros linyeras. Uno puede cambiar su aspecto y maneras, pero la mirada… Podían ser años en prisión, si algo realmente malo había pasado, y si yo pasaba por buen chivo expiatorio. Esto ya me había pasado antes… muchas veces. No es tanto que me moleste el encierro —me considero prisionero en vida—, sino la imposibilidad del anonimato. En la cárcel nunca fue un problema carecer de nombre, siempre están los números. Así que me incorporé lo más rápido que pude, todavía algo aturdido. Tomé la bufanda harapienta, el sobretodo andrajoso, el gorro lo llevaba puesto. Mi ropa se sentía húmeda. No encontré los zapatos. Los dejé.
Caminé despacio por un pasillo oscuro. A cierta edad, es inevitable reducir la velocidad. A cierta edad, uno sólo puede detenerse. Pero yo seguía y seguiré caminando lentamente. Pasan los nombres, las caras, las modas, y todo se vuelve un borrón, una mancha uniforme en la que es imposible encontrar un rasgo distintivo. Por eso vagabundeo. No encuentro nada en común con los demás. Yo sólo sigo vivo, tan simple e imposible como eso. Como una conciencia lanzada, implacable, pesada. Como un virus, la vida me atraviesa; como un río, me arrastra. La vida, mi vida, es un río sin desembocadura que nace caudaloso y violento, para luego apaciguarse. Es un río que se deja correr sin esperanzas de fundirse algún día con el mar. Y en este río loco, río sin sentido, el buscar comida en los tachos de basura —nunca me gustó mendigar— es igual a compartir la mesa con los dueños del mundo. Todo es una mancha, y desde lejos toda mancha es igual a sí misma. Hace falta mirar de cerca, en detalle, para percibir la sutil diferencia que hay entre la vida y la muerte. Y yo estoy lejos, demasiado lejos ya. Yo veo claramente, porque no distingo los colores.
El pasillo terminaba en una puerta, por cuya ventana entraba, difusa, la luz del exterior. Abrí la puerta. Era una tarde nublada. Una fina llovizna caía sobre la ciudad, realzando el brillo de los carteles de neón. Publicidades rojas y amarillas, rojas y amarillas… Me pareció que el espanto desteñía sus colores sobre todos. La gente caminaba apresurada. Dejé pasar una, dos personas, y me sumé yo también a la fila inmortal de los caminantes, que conozco tan bien. Caminé un trecho, y al acercarme al cruce de dos calles, me detuve. Algo en el aire, casi un olor. Supe, entonces, que ella estaba cerca. Y la sola idea de que mi amada rondaba el lugar hizo nacer en mí una ligera esperanza, una chispa de deseo. Acaba de pasar por aquí, me dije, hace tan poco que todavía puedo sentir su olor. Casi creí que los nubarrones sobre mí se abrían para dejar pasar un rayo de sol, casi confundí el ruido del tráfico con el rumor de un río mezclando para siempre sus aguas con las del mar. Ensimismado, apenas percibí los gritos y bruscos movimientos a diez metros de mí. Casi sonreí cuando presentí en el aire como la violenta onda de un estampido: mi amada se inclinaba para besar mi frente. Y enseguida el impacto en mi pecho, y el ardor en mi pecho, y la explosión de la sangre en mi pecho. Después, un segundo, dos, hasta comprender que nada había cambiado, una vez más. Entonces me abandonó por completo esa triste imitación de la alegría, esa patética emoción del perro ante su amo. Yo seguía allí, vivo, soportando un nuevo desplante de mi deseada. Yo no estaba hecho para ella, no, ni mi frente para sus besos cálidos y dulces.
Miré alrededor. Un jovencito me observaba fijamente, sus grandes ojos negros abiertos como platos. Nos miramos y en sus ojos leí, como en un libro abierto, la vieja historia de la sorpresa y el miedo ante el peligro. En los míos él no pudo leer nada, qué iba a poder. Entre nosotros pasó corriendo a toda prisa un pibe muy delgado de no más de quince. Parecía desesperado. En su mano llevaba una pistola. Una grande. Debajo de la camisa mugrienta, se espesaba mi sangre. Me palpé la herida, un agujero feo, grande. La bala en mi pecho era de ese chico. Impasible, lo miré correr hasta la esquina, donde un policía de casi el doble de tamaño lo derribó. No me importó. Ni el tiro ni que lo agarren. Volví a mirar al jovencito delante de mí. Me preguntó si yo estaba bien. Miraba aterrado mi pecho. Mi sangre chorreaba por el sobretodo hasta el suelo, donde iba formando un charco oscuro que mis pies descalzos pisaban. No respondí nada. Había vuelto el cansancio, la sensación de estar fatalmente harto de todo. Me di vuelta y lo dejé ahí, al joven, con su miedo y su asombro. Y con su alegría por estar vivo, algo que a mí me falta, recuerdo que pensé. Caminé dos cuadras. Sentí hambre. Abrí una bolsa de basura. Por supuesto, no es que me importe el hambre. Es ese molesto gruñido de mi estómago, esa odiosa sensación de vacío. Prefiero que se calle porque me recuerda, ese ruido, que a pesar de todos mis intentos por olvidarlo, sigo vivo.
El olor me inundó en la semipenumbra. Algo se pudría muy cerca de mí. Pero no me hizo volver el olor, un linyera se acostumbra a eso, sino el ulular de una sirena que llegaba hasta mí. Taconeo de zapatos, corridas, gritos, órdenes. Sombras deformadas por linternas a la vuelta de un oscuro corredor. Ladridos. Policías. Sabía cómo terminaba eso. No quería volver a pasarlo. Un policía ve al linyera. Puede ser algo vago en su actitud más que en la ropa, lo que llame su atención. Puede que lo pare y le haga unas cuantas preguntas estúpidas. Puede que las respuestas, dubitativas, no lo convenzan. Puede que la mirada de éste linyera sea diferente a la de otros linyeras. Uno puede cambiar su aspecto y maneras, pero la mirada… Podían ser años en prisión, si algo realmente malo había pasado, y si yo pasaba por buen chivo expiatorio. Esto ya me había pasado antes… muchas veces. No es tanto que me moleste el encierro —me considero prisionero en vida—, sino la imposibilidad del anonimato. En la cárcel nunca fue un problema carecer de nombre, siempre están los números. Así que me incorporé lo más rápido que pude, todavía algo aturdido. Tomé la bufanda harapienta, el sobretodo andrajoso, el gorro lo llevaba puesto. Mi ropa se sentía húmeda. No encontré los zapatos. Los dejé.
Caminé despacio por un pasillo oscuro. A cierta edad, es inevitable reducir la velocidad. A cierta edad, uno sólo puede detenerse. Pero yo seguía y seguiré caminando lentamente. Pasan los nombres, las caras, las modas, y todo se vuelve un borrón, una mancha uniforme en la que es imposible encontrar un rasgo distintivo. Por eso vagabundeo. No encuentro nada en común con los demás. Yo sólo sigo vivo, tan simple e imposible como eso. Como una conciencia lanzada, implacable, pesada. Como un virus, la vida me atraviesa; como un río, me arrastra. La vida, mi vida, es un río sin desembocadura que nace caudaloso y violento, para luego apaciguarse. Es un río que se deja correr sin esperanzas de fundirse algún día con el mar. Y en este río loco, río sin sentido, el buscar comida en los tachos de basura —nunca me gustó mendigar— es igual a compartir la mesa con los dueños del mundo. Todo es una mancha, y desde lejos toda mancha es igual a sí misma. Hace falta mirar de cerca, en detalle, para percibir la sutil diferencia que hay entre la vida y la muerte. Y yo estoy lejos, demasiado lejos ya. Yo veo claramente, porque no distingo los colores.
El pasillo terminaba en una puerta, por cuya ventana entraba, difusa, la luz del exterior. Abrí la puerta. Era una tarde nublada. Una fina llovizna caía sobre la ciudad, realzando el brillo de los carteles de neón. Publicidades rojas y amarillas, rojas y amarillas… Me pareció que el espanto desteñía sus colores sobre todos. La gente caminaba apresurada. Dejé pasar una, dos personas, y me sumé yo también a la fila inmortal de los caminantes, que conozco tan bien. Caminé un trecho, y al acercarme al cruce de dos calles, me detuve. Algo en el aire, casi un olor. Supe, entonces, que ella estaba cerca. Y la sola idea de que mi amada rondaba el lugar hizo nacer en mí una ligera esperanza, una chispa de deseo. Acaba de pasar por aquí, me dije, hace tan poco que todavía puedo sentir su olor. Casi creí que los nubarrones sobre mí se abrían para dejar pasar un rayo de sol, casi confundí el ruido del tráfico con el rumor de un río mezclando para siempre sus aguas con las del mar. Ensimismado, apenas percibí los gritos y bruscos movimientos a diez metros de mí. Casi sonreí cuando presentí en el aire como la violenta onda de un estampido: mi amada se inclinaba para besar mi frente. Y enseguida el impacto en mi pecho, y el ardor en mi pecho, y la explosión de la sangre en mi pecho. Después, un segundo, dos, hasta comprender que nada había cambiado, una vez más. Entonces me abandonó por completo esa triste imitación de la alegría, esa patética emoción del perro ante su amo. Yo seguía allí, vivo, soportando un nuevo desplante de mi deseada. Yo no estaba hecho para ella, no, ni mi frente para sus besos cálidos y dulces.
Miré alrededor. Un jovencito me observaba fijamente, sus grandes ojos negros abiertos como platos. Nos miramos y en sus ojos leí, como en un libro abierto, la vieja historia de la sorpresa y el miedo ante el peligro. En los míos él no pudo leer nada, qué iba a poder. Entre nosotros pasó corriendo a toda prisa un pibe muy delgado de no más de quince. Parecía desesperado. En su mano llevaba una pistola. Una grande. Debajo de la camisa mugrienta, se espesaba mi sangre. Me palpé la herida, un agujero feo, grande. La bala en mi pecho era de ese chico. Impasible, lo miré correr hasta la esquina, donde un policía de casi el doble de tamaño lo derribó. No me importó. Ni el tiro ni que lo agarren. Volví a mirar al jovencito delante de mí. Me preguntó si yo estaba bien. Miraba aterrado mi pecho. Mi sangre chorreaba por el sobretodo hasta el suelo, donde iba formando un charco oscuro que mis pies descalzos pisaban. No respondí nada. Había vuelto el cansancio, la sensación de estar fatalmente harto de todo. Me di vuelta y lo dejé ahí, al joven, con su miedo y su asombro. Y con su alegría por estar vivo, algo que a mí me falta, recuerdo que pensé. Caminé dos cuadras. Sentí hambre. Abrí una bolsa de basura. Por supuesto, no es que me importe el hambre. Es ese molesto gruñido de mi estómago, esa odiosa sensación de vacío. Prefiero que se calle porque me recuerda, ese ruido, que a pesar de todos mis intentos por olvidarlo, sigo vivo.
Divulgaciones: Envejecimiento celular
La comprensión de los mecanismos precisos por los cuales ocurre el envejecimiento es uno de los grandes problemas aún no resueltos por la biología moderna. Esto es debido quizás a que se trata de un proceso extremadamente complejo que involucra distintos tipos de células e interacciones celulares y que resulta a su vez de la suma de muchos factores, internos y externos al organismo. Sin embargo, si se estudia en detalle qué es lo que ocurre en la célula durante los sucesivos ciclos de división, pueden encontrarse algunas pistas para comprender los elementos que contribuyen a este fenómeno.
Todas las células del cuerpo, a excepción de las gametas sexuales, se multiplican por división mitótica. En este proceso, cada célula duplica su material genético y lo distribuye en las dos células hijas, que son, al menos en teoría, genéticamente idénticas a la célula madre. Sin embargo, si cultivamos células in vitro, el número de veces que pueden multiplicarse es limitado y no supera las 40 a 60 divisiones. Lo que ocurre es que en determinado momento las células dejan de dividirse e ingresan en un estado irreversible denominado senescencia, en el cual no pueden volver a multiplicarse y que inevitablemente las lleva a la muerte. Este hecho marca la existencia de importantes diferencias entre las sucesivas generaciones celulares. Ahora bien, ¿qué es lo que determina cuándo la célula entra en estado de senescencia?
El reloj mitótico: Los estudios que se han realizado muestran que el momento en el cual la célula ingresa al estado de senescencia no depende de un tiempo cronológico o metabólico sino del número de divisiones celulares que han tenido lugar. Además, se observó que si se realizan los cultivos a partir de células provenientes de donantes de edad avanzada (cuyas células se han dividido un gran número de veces), o de personas con síndrome de envejecimiento prematuro, la capacidad proliferativa está marcadamente reducida. Cuando se estudiaron más precisamente algunos de los elementos que cambian de generación en generación en estas líneas celulares se observó que un parámetro crítico para que la célula entre en estado de senescencia es la longitud de los telómeros, veamos de que se trata esto.
Los telómeros: Los telómeros son las regiones de los extremos de los cromosomas y están compuestos de secuencias repetitivas de ADN que no codifican para ningún gen en particular. Una de sus funciones esenciales es la de proteger al resto del cromosoma de la degradación y de la unión de los extremos del ADN entre sí por enzimas reparadoras. Si bien la célula duplica su ADN previamente a la división no es capaz de copiar la totalidad de la secuencia del telómero y, como resultado, el telómero se hace más corto en cada replicación, perdiéndose alrededor de 50 a 200 nucleótidos en cada ciclo de división celular.
El desgaste del telómero con la sucesión de ciclos celulares, impide su función protectora, con lo que el cromosoma se hace inestable, aparecen errores en la segregación durante la mitosis, anomalías genéticas y diversos tipos de mutaciones. Las células que presentan estos defectos, no solo son incapaces de duplicarse, sino que dejan de ser viables, activándose los procesos de muerte celular programada.
La telomerasa: Sin embargo, en el caso de las células germinales y embrionarias, de las que el organismo no puede prescindir, existe una enzima específica, la telomerasa, que es capaz de restaurar la secuencia del telómero. De hecho, cuando se modifican genéticamente células que no sintetizan la telomerasa para que lo hagan, estas células se dividen un 50 % más que las células que no expresan esta enzima. Esto apoya fuertemente la teoría de que es la longitud de los telómeros el determinante para ingresar en el estado de senescencia. Otra evidencia que refuerza esta teoría es que pacientes aquejados de síndrome de envejecimiento prematuro presentan un acortamiento significativo de los telómeros. Y por el contrario, las células tumorales, que tienen la capacidad de crecer indefinidamente, expresan la telomerasa y sus telómeros no se acortan progresivamente. Este último dato hace de esta enzima un blanco más que interesante para la detección y control de tumores en crecimiento.
Otra de las áreas sobre las cuales este reloj biológico tiene una importante incidencia es la clonación. Uno de los grandes hitos en el avance de las técnicas de clonación ha sido el nacimiento de Dolly, que fue el primer mamífero clonado a partir de una célula diferenciada extraída de un individuo adulto. Todo el ADN de las células de Dolly provino del de una de las células de la glándula mamaria de su madre. Ahora bien, al partir de una célula ya desarrollada, la longitud de sus telómeros ha de ser menor a la inicial de una célula embrionaria y de hecho se observó en Dolly un acortamiento prematuro de sus telómeros. Cabe preguntarse ahora cuál era la edad de Dolly: ¿el tiempo transcurrido desde su nacimiento o la determinada por la longitud de sus telómeros?
Todas las células del cuerpo, a excepción de las gametas sexuales, se multiplican por división mitótica. En este proceso, cada célula duplica su material genético y lo distribuye en las dos células hijas, que son, al menos en teoría, genéticamente idénticas a la célula madre. Sin embargo, si cultivamos células in vitro, el número de veces que pueden multiplicarse es limitado y no supera las 40 a 60 divisiones. Lo que ocurre es que en determinado momento las células dejan de dividirse e ingresan en un estado irreversible denominado senescencia, en el cual no pueden volver a multiplicarse y que inevitablemente las lleva a la muerte. Este hecho marca la existencia de importantes diferencias entre las sucesivas generaciones celulares. Ahora bien, ¿qué es lo que determina cuándo la célula entra en estado de senescencia?
El reloj mitótico: Los estudios que se han realizado muestran que el momento en el cual la célula ingresa al estado de senescencia no depende de un tiempo cronológico o metabólico sino del número de divisiones celulares que han tenido lugar. Además, se observó que si se realizan los cultivos a partir de células provenientes de donantes de edad avanzada (cuyas células se han dividido un gran número de veces), o de personas con síndrome de envejecimiento prematuro, la capacidad proliferativa está marcadamente reducida. Cuando se estudiaron más precisamente algunos de los elementos que cambian de generación en generación en estas líneas celulares se observó que un parámetro crítico para que la célula entre en estado de senescencia es la longitud de los telómeros, veamos de que se trata esto.
Los telómeros: Los telómeros son las regiones de los extremos de los cromosomas y están compuestos de secuencias repetitivas de ADN que no codifican para ningún gen en particular. Una de sus funciones esenciales es la de proteger al resto del cromosoma de la degradación y de la unión de los extremos del ADN entre sí por enzimas reparadoras. Si bien la célula duplica su ADN previamente a la división no es capaz de copiar la totalidad de la secuencia del telómero y, como resultado, el telómero se hace más corto en cada replicación, perdiéndose alrededor de 50 a 200 nucleótidos en cada ciclo de división celular.
El desgaste del telómero con la sucesión de ciclos celulares, impide su función protectora, con lo que el cromosoma se hace inestable, aparecen errores en la segregación durante la mitosis, anomalías genéticas y diversos tipos de mutaciones. Las células que presentan estos defectos, no solo son incapaces de duplicarse, sino que dejan de ser viables, activándose los procesos de muerte celular programada.
La telomerasa: Sin embargo, en el caso de las células germinales y embrionarias, de las que el organismo no puede prescindir, existe una enzima específica, la telomerasa, que es capaz de restaurar la secuencia del telómero. De hecho, cuando se modifican genéticamente células que no sintetizan la telomerasa para que lo hagan, estas células se dividen un 50 % más que las células que no expresan esta enzima. Esto apoya fuertemente la teoría de que es la longitud de los telómeros el determinante para ingresar en el estado de senescencia. Otra evidencia que refuerza esta teoría es que pacientes aquejados de síndrome de envejecimiento prematuro presentan un acortamiento significativo de los telómeros. Y por el contrario, las células tumorales, que tienen la capacidad de crecer indefinidamente, expresan la telomerasa y sus telómeros no se acortan progresivamente. Este último dato hace de esta enzima un blanco más que interesante para la detección y control de tumores en crecimiento.
Otra de las áreas sobre las cuales este reloj biológico tiene una importante incidencia es la clonación. Uno de los grandes hitos en el avance de las técnicas de clonación ha sido el nacimiento de Dolly, que fue el primer mamífero clonado a partir de una célula diferenciada extraída de un individuo adulto. Todo el ADN de las células de Dolly provino del de una de las células de la glándula mamaria de su madre. Ahora bien, al partir de una célula ya desarrollada, la longitud de sus telómeros ha de ser menor a la inicial de una célula embrionaria y de hecho se observó en Dolly un acortamiento prematuro de sus telómeros. Cabe preguntarse ahora cuál era la edad de Dolly: ¿el tiempo transcurrido desde su nacimiento o la determinada por la longitud de sus telómeros?
viernes, mayo 14, 2004
Phillip K. Dick sobre la ciencia ficción
En primer lugar, definiré lo que es la ciencia ficción diciendo lo que no es. No puede ser definida como "un relato, novela o drama ambientado en el futuro", desde el momento en que existe algo como la aventura espacial, que está ambientada en el futuro pero no es ciencia ficción; se trata simplemente de aventuras, combates y guerras espaciales que se desarrollan en un futuro de tecnología superavanzada. ¿Y por qué no es ciencia ficción? Lo es en apariencia, Y Doris Lessing, por ejemplo, así lo admite. Sin embargo la aventura espacial carece de la nueva idea diferenciadora que es el ingrediente esencial. Por otra parte, también puede haber ciencia ficción ambientada en el presente: los relatos o novelas de mundos alterno. De modo que si separamos la ciencia ficción del futuro y de la tecnología altamente avanzada, ¿a qué podemos llamar ciencia ficción?
Tenemos un mundo ficticio; éste es el primer paso. Una sociedad que no existe de hecho, pero que se basa en nuestra sociedad real; es decir, ésta actúa como punto de partida. La sociedad deriva de la nuestra en alguna forma, tal vez ortogonalmente, como sucede en los relatos o novelas de mundos alternos. Es nuestro mundo desfigurado por el esfuerzo mental del autor, nuestro mundo transformado en otro que no existe o que aún no existe. Este mundo debe diferenciarse del real al menos en un aspecto que debe ser suficiente para dar lugar a acontecimientos que no ocurren en nuestra sociedad o en cualquier otra sociedad del presente o del pasado. Una idea coherente debe fluir en esta desfiguración; quiero decir que la desfiguración ha de ser conceptual, no trivial o extravagante... Ésta es la esencia de la ciencia ficción, la desfiguración conceptual que, desde el interior de la sociedad, origina una nueva sociedad imaginada en la mente del autor, plasmada en letra impresa y capaz de actual como un mazazo en la mente del lector, lo que llamamos el shock del no reconocimiento. Él sabe que la lectura no se refiere a su mundo real.
Ahora tratemos de separar la fantasía de la ciencia ficción. Es imposible, y una rápida reflexión nos lo demostrará. Fijémonos en los personajes dotados de poderes paranormales; fijémonos en los mutantes que Ted Sturgeon plasma en su maravilloso Más que humano. Si el lector cree que tales mutantes pueden existir, considerará la novela de Sturgeon como ciencia ficción. Si, al contrario, opina que los mutantes, como los brujos y los ladrones, son criaturas imaginarias, leerá una novela de fantasía. La fantasía trata de aquello que la opinión general considera imposible; la ciencia ficción trata de aquello que la opinión general considera posible bajo determinadas circunstancias. Esto es, en esencia, un juicio arriesgado, puesto que no es posible saber objetivamente lo que es posible y lo que no lo es, creencias subjetivas por parte del autor y del lector.
Ahora definiremos lo que es la buena ciencia ficción. La desfiguración conceptual (la idea nueva, en otras palabras) debe ser auténticamente nueva, o una nueva variación sobre otra anterior, y ha de estimular el intelecto de lector; tiene que invadir su mente y abrirla a la posibilidad de algo que hasta entonces no había imaginado. "Buena ciencia ficción" es un término apreciativo, no algo objetivo, aunque pienso objetivamente que existe algo como la buena ciencia ficción.
Creo que el doctor Willis McNelly, de la Universidad del estado de California, en Fullerton, acertó plenamente cuando afirmó que el verdadero protagonista de un relato o de una novela es una idea y no una persona. Si la ciencia ficción es buena, la idea es nueva, es estimulante y, tal vez lo más importante, desencadena una reacción en cadena de ideas-ramificaciones en la mente del lector, podríamos decir que libera la mente de éste hasta el punto que empieza a crear, como la del autor. La ciencia ficción es creativa e inspira creatividad, lo que no sucede, por lo común, en la narrativa general. Los que leemos ciencia ficción (ahora hablo como lector, no como escritor) lo hacemos porque nos gusta experimentar esta reacción en cadena de ideas que provoca en nuestras mentes algo que leemos, algo que comporta una nueva idea; por tanto, la mejor ciencia ficción tiende en último extremo a convertirse en una colaboración entre autor y lector en la que ambos crean... y disfrutan haciéndolo: el placer es el esencial y definitivo ingrediente de la ciencia ficción, al placer de descubrir la novedad.
Tenemos un mundo ficticio; éste es el primer paso. Una sociedad que no existe de hecho, pero que se basa en nuestra sociedad real; es decir, ésta actúa como punto de partida. La sociedad deriva de la nuestra en alguna forma, tal vez ortogonalmente, como sucede en los relatos o novelas de mundos alternos. Es nuestro mundo desfigurado por el esfuerzo mental del autor, nuestro mundo transformado en otro que no existe o que aún no existe. Este mundo debe diferenciarse del real al menos en un aspecto que debe ser suficiente para dar lugar a acontecimientos que no ocurren en nuestra sociedad o en cualquier otra sociedad del presente o del pasado. Una idea coherente debe fluir en esta desfiguración; quiero decir que la desfiguración ha de ser conceptual, no trivial o extravagante... Ésta es la esencia de la ciencia ficción, la desfiguración conceptual que, desde el interior de la sociedad, origina una nueva sociedad imaginada en la mente del autor, plasmada en letra impresa y capaz de actual como un mazazo en la mente del lector, lo que llamamos el shock del no reconocimiento. Él sabe que la lectura no se refiere a su mundo real.
Ahora tratemos de separar la fantasía de la ciencia ficción. Es imposible, y una rápida reflexión nos lo demostrará. Fijémonos en los personajes dotados de poderes paranormales; fijémonos en los mutantes que Ted Sturgeon plasma en su maravilloso Más que humano. Si el lector cree que tales mutantes pueden existir, considerará la novela de Sturgeon como ciencia ficción. Si, al contrario, opina que los mutantes, como los brujos y los ladrones, son criaturas imaginarias, leerá una novela de fantasía. La fantasía trata de aquello que la opinión general considera imposible; la ciencia ficción trata de aquello que la opinión general considera posible bajo determinadas circunstancias. Esto es, en esencia, un juicio arriesgado, puesto que no es posible saber objetivamente lo que es posible y lo que no lo es, creencias subjetivas por parte del autor y del lector.
Ahora definiremos lo que es la buena ciencia ficción. La desfiguración conceptual (la idea nueva, en otras palabras) debe ser auténticamente nueva, o una nueva variación sobre otra anterior, y ha de estimular el intelecto de lector; tiene que invadir su mente y abrirla a la posibilidad de algo que hasta entonces no había imaginado. "Buena ciencia ficción" es un término apreciativo, no algo objetivo, aunque pienso objetivamente que existe algo como la buena ciencia ficción.
Creo que el doctor Willis McNelly, de la Universidad del estado de California, en Fullerton, acertó plenamente cuando afirmó que el verdadero protagonista de un relato o de una novela es una idea y no una persona. Si la ciencia ficción es buena, la idea es nueva, es estimulante y, tal vez lo más importante, desencadena una reacción en cadena de ideas-ramificaciones en la mente del lector, podríamos decir que libera la mente de éste hasta el punto que empieza a crear, como la del autor. La ciencia ficción es creativa e inspira creatividad, lo que no sucede, por lo común, en la narrativa general. Los que leemos ciencia ficción (ahora hablo como lector, no como escritor) lo hacemos porque nos gusta experimentar esta reacción en cadena de ideas que provoca en nuestras mentes algo que leemos, algo que comporta una nueva idea; por tanto, la mejor ciencia ficción tiende en último extremo a convertirse en una colaboración entre autor y lector en la que ambos crean... y disfrutan haciéndolo: el placer es el esencial y definitivo ingrediente de la ciencia ficción, al placer de descubrir la novedad.
lunes, mayo 10, 2004
Controlar y castigar
Leo que una compañía está desarrollando una tecnología para interpretar la información almacenada en el cerebro mediante la decodificación de ondas. Es una empresa norteamericana. Se llama Brain Fingerprinting Co y tiene un doctor Lawrence Farwell que dice que el método puede ayudar a las autoridades “a determinar la verdad en relación a un crimen o un acto terrorista detectando información almacenada en el cerebro”.
Vos sos sospechoso. Te muestran escenas de un crimen. Unos sensores captan tus ondas cerebrales, producidas por estímulo de las fotos. Un software, un programa escrito por hombres, interpreta tu reacción: estas condenado, sos hombre libre.
Farwell explica que “la tecnología puede distinguir con precisión entre una persona inocente y un criminal o terrorista al detectar el conocimiento de un crimen en el cerebro de su perpetrador”. Claro.
Hay críticos a esta tecnología, que alegan que el olvido de partes de la escena del crimen harían desaparecer cierta información del cerebro, lo que volvería impreciso al test. Es decir, la tecnología debe ser rechazada por su falibilidad. ¿Pero y si fuera efectivamente infalible, o se desarrollara alguna otra que lo sea?
PELIGRO: La técnica de detección de ondas cerebrales ya se admitió como evidencia científica en el 2000, en el caso de Jimmy Ray Slaughter, quien fue liberado después de 27 años, por un crimen que supuestamente no cometió.
Es tan evidente... que mejor no verlo. Hay un poder como nunca antes lo hubo, subido al trono del mundo. Todo este muendo en el que cogemos, estudiamos, pateamos una pelota, vamos al cine o leemos historietas se sostiene mediante la violencia.
El dinero sirve, además de para comprar los misiles más lindos y de largo alcance, además de para bombardear durante día y noche a los países cuyas riquezas (o mujeres, porque no) vos codicies, sirve, digo, para pagar el desarrollo de ds cosas. Por un lado, de un sistema de creencias que justifique tus actos de hijo de puta. Por el otro, de un sistema de publicidad de ese sistema de creencias.
Ciencia y medios. La ciencia está orientada al control de las personas. Nuestros hijos, y mucho más nuestros nietos, serán reconocidos caminando por la calle, y ni siquiera habrá necesidad de decretar toques de queda. Las personas serán reconocidas a distancia, monitoreadas desde celulares tecno.
Los insurgentes del mañana serán científicos o no serán nada.
Cualqueir iniciativa orientada a frenar este avance del Estado sobre nuestros cuerpos y mentes, firmas, petitorios, proyectos de ley, debe ser apoyado por nosotros, la sociedad civil. Mucho más importante que el aumento del gas, tarde o temprano, vamos a vernos obligados a preocuparnos por eso.
Vos sos sospechoso. Te muestran escenas de un crimen. Unos sensores captan tus ondas cerebrales, producidas por estímulo de las fotos. Un software, un programa escrito por hombres, interpreta tu reacción: estas condenado, sos hombre libre.
Farwell explica que “la tecnología puede distinguir con precisión entre una persona inocente y un criminal o terrorista al detectar el conocimiento de un crimen en el cerebro de su perpetrador”. Claro.
Hay críticos a esta tecnología, que alegan que el olvido de partes de la escena del crimen harían desaparecer cierta información del cerebro, lo que volvería impreciso al test. Es decir, la tecnología debe ser rechazada por su falibilidad. ¿Pero y si fuera efectivamente infalible, o se desarrollara alguna otra que lo sea?
PELIGRO: La técnica de detección de ondas cerebrales ya se admitió como evidencia científica en el 2000, en el caso de Jimmy Ray Slaughter, quien fue liberado después de 27 años, por un crimen que supuestamente no cometió.
Es tan evidente... que mejor no verlo. Hay un poder como nunca antes lo hubo, subido al trono del mundo. Todo este muendo en el que cogemos, estudiamos, pateamos una pelota, vamos al cine o leemos historietas se sostiene mediante la violencia.
El dinero sirve, además de para comprar los misiles más lindos y de largo alcance, además de para bombardear durante día y noche a los países cuyas riquezas (o mujeres, porque no) vos codicies, sirve, digo, para pagar el desarrollo de ds cosas. Por un lado, de un sistema de creencias que justifique tus actos de hijo de puta. Por el otro, de un sistema de publicidad de ese sistema de creencias.
Ciencia y medios. La ciencia está orientada al control de las personas. Nuestros hijos, y mucho más nuestros nietos, serán reconocidos caminando por la calle, y ni siquiera habrá necesidad de decretar toques de queda. Las personas serán reconocidas a distancia, monitoreadas desde celulares tecno.
Los insurgentes del mañana serán científicos o no serán nada.
Cualqueir iniciativa orientada a frenar este avance del Estado sobre nuestros cuerpos y mentes, firmas, petitorios, proyectos de ley, debe ser apoyado por nosotros, la sociedad civil. Mucho más importante que el aumento del gas, tarde o temprano, vamos a vernos obligados a preocuparnos por eso.
viernes, mayo 07, 2004
Las posibilidades de lo humano
Posibilidad uno
"Si alguien entra, alguien sale", dice Papá sonriendo desde la puerta, como cada mañana. Como cada mañana, Paco se monta sobre el cuerpo de su madre y se dedica a fornicarlo, mientras Papá prepara el desayuno. Luego de la tímida, electrizante eyaculación, Paco se higieniza el pene flaco y largo, embadurnado por los jugos de su madre. En el living, Papá le plancha la camisa.
"Si alguien entra, alguien sale", lo despide Papá sonriente, como cada mañana. Lleva un nudo en la corbata, Paco, en flor a la moda. Sus dientes relucientes, tal vez un poco demasiado. Peinado al costado, goteando aún. Sus trece años explotan semen y hormonas, todo el tiempo, mientras camina la fría mañana de junio. Mira las firmes piernas de las colegialas, cubiertas por suaves medibachas color piel. Piensa en los senos de su madre. En su mirada materna, en su boca anhelante, abierta, cada mañana, jadeando sobre su cuerpo cálido. Una nube de vapor se disuelve en el aire frío de la mañana. Un pene adolescente se yergue desafiando el invierno.
Papá lava amorosamente el cuerpo de su esposa. Ella mantiene las piernas apretedas para retener el semen que se agita en su interior. Papá anhela este momento de intimidad, que se repite cada mañana. Abraza a Mamá y la besa con devoción. Se abrazan y se quedan dormidos. Sueñan que por fin ella queda embarazada. Por cuarta vez, todo un logro a sus 52 años. En el sueño se les aparece Toni, montando un caballo como la montaba a ella, con toda la violencia de sus precoces once años. Sus ojos lo miran a Papá con rencor, desde el fondo de su rostro violáceo. Pero sonríe al ver a Mamita. Y le dice: "Alguien entró, Mami, alguien entró..."
Papá y Mamá se despiertan y se miran incrédulos. "¿Vos también lo viste?", al mismo tiempo. No pierden tiempo: hacen el test: da positivo. Se abrazan. Lloran. Bendito tiempo en el que vivimos, murmura Papito, mientras levanta el teléfono y disca el número.
"¿Oficina de control de la natalidad? Quisiera reportar una llegada y solicitar permiso para una partida. Envío número del test: 0400.6655.7474.1818. Recibo número de aprobación, 7189.4737.2828/734. Perfecto, sí, sí, lo adoso al cuerpo, perfecto. Muy bien, ¡buenos días y mil gracias!"
Después Papito llama al colegio. No puede reprimir una sonrisa mientras solicita que dejen salir antes de hora a su hijo. Mamá lo mira frunciendo el seño. Exagera su enojo. También ella está ansiosa por sentir de nuevo el cuerpo de su marido. Quiere una pija más grande, así de simple, y sentir más fuerza.
De todas formas, se dice, extrañará la dulzura de Paco.
"Si alguien entra, alguien sale", dice Papá sonriendo desde la puerta, como cada mañana. Como cada mañana, Paco se monta sobre el cuerpo de su madre y se dedica a fornicarlo, mientras Papá prepara el desayuno. Luego de la tímida, electrizante eyaculación, Paco se higieniza el pene flaco y largo, embadurnado por los jugos de su madre. En el living, Papá le plancha la camisa.
"Si alguien entra, alguien sale", lo despide Papá sonriente, como cada mañana. Lleva un nudo en la corbata, Paco, en flor a la moda. Sus dientes relucientes, tal vez un poco demasiado. Peinado al costado, goteando aún. Sus trece años explotan semen y hormonas, todo el tiempo, mientras camina la fría mañana de junio. Mira las firmes piernas de las colegialas, cubiertas por suaves medibachas color piel. Piensa en los senos de su madre. En su mirada materna, en su boca anhelante, abierta, cada mañana, jadeando sobre su cuerpo cálido. Una nube de vapor se disuelve en el aire frío de la mañana. Un pene adolescente se yergue desafiando el invierno.
Papá lava amorosamente el cuerpo de su esposa. Ella mantiene las piernas apretedas para retener el semen que se agita en su interior. Papá anhela este momento de intimidad, que se repite cada mañana. Abraza a Mamá y la besa con devoción. Se abrazan y se quedan dormidos. Sueñan que por fin ella queda embarazada. Por cuarta vez, todo un logro a sus 52 años. En el sueño se les aparece Toni, montando un caballo como la montaba a ella, con toda la violencia de sus precoces once años. Sus ojos lo miran a Papá con rencor, desde el fondo de su rostro violáceo. Pero sonríe al ver a Mamita. Y le dice: "Alguien entró, Mami, alguien entró..."
Papá y Mamá se despiertan y se miran incrédulos. "¿Vos también lo viste?", al mismo tiempo. No pierden tiempo: hacen el test: da positivo. Se abrazan. Lloran. Bendito tiempo en el que vivimos, murmura Papito, mientras levanta el teléfono y disca el número.
"¿Oficina de control de la natalidad? Quisiera reportar una llegada y solicitar permiso para una partida. Envío número del test: 0400.6655.7474.1818. Recibo número de aprobación, 7189.4737.2828/734. Perfecto, sí, sí, lo adoso al cuerpo, perfecto. Muy bien, ¡buenos días y mil gracias!"
Después Papito llama al colegio. No puede reprimir una sonrisa mientras solicita que dejen salir antes de hora a su hijo. Mamá lo mira frunciendo el seño. Exagera su enojo. También ella está ansiosa por sentir de nuevo el cuerpo de su marido. Quiere una pija más grande, así de simple, y sentir más fuerza.
De todas formas, se dice, extrañará la dulzura de Paco.
LIBRO ES CULTURA
Viernes de otoño, camino sobre las hojas secas, marchitas, del pasado.
Hojas que caen, hojas que nacen, hojas que se dan vuelta, hojas de libros que ya no están... libros que no pueden ser ya hojeados, porque, ¡ay! sus hojas ya se han caído en aras del progreso...
Basta de pelotudeces: abajo hay una lista de libros en formato PDF y Word que pongo a disposición de quien me lo pida. Lo único que tienen que hacer es pedir por mail y se los mando.
Tengo más, algunos bastante difíciles de conseguir. Pero las cosas valiosas se dan de a poco. Así que por ahora van sólo estos.
Alicia en el país de las maravillas / Detrás del espejo, L. Carroll
El Amor, las mujeres y la muerte, Schopenhauer
El inconveniente de haber nacido, Cioran
Consejos a los jóvenes literatos, Baudelaire
Un Corazón sencillo, Flaubert
Decamerón, Bocaccio
Discurso del Método, Descartes
Dieciséis esbozos de mi mismo, G.B. Shaw
Ecce homo, Nietzsche
De mi vida, Nietzche
Genealogía de la moral, Nietzche
El péndulo de Foucault, Eco
Elogio de la locura, E. Rotterdam
Sujeto y poder, Focault
Grado cero escritura, Barthes
Trópico de Cáncer, Henry Miller
venas abiertas america latina, Galeano
El hombre duplicado, Saramago
Corrientes en la filosofía argentina, J. Ingenieros
Hojas que caen, hojas que nacen, hojas que se dan vuelta, hojas de libros que ya no están... libros que no pueden ser ya hojeados, porque, ¡ay! sus hojas ya se han caído en aras del progreso...
Basta de pelotudeces: abajo hay una lista de libros en formato PDF y Word que pongo a disposición de quien me lo pida. Lo único que tienen que hacer es pedir por mail y se los mando.
Tengo más, algunos bastante difíciles de conseguir. Pero las cosas valiosas se dan de a poco. Así que por ahora van sólo estos.
Alicia en el país de las maravillas / Detrás del espejo, L. Carroll
El Amor, las mujeres y la muerte, Schopenhauer
El inconveniente de haber nacido, Cioran
Consejos a los jóvenes literatos, Baudelaire
Un Corazón sencillo, Flaubert
Decamerón, Bocaccio
Discurso del Método, Descartes
Dieciséis esbozos de mi mismo, G.B. Shaw
Ecce homo, Nietzsche
De mi vida, Nietzche
Genealogía de la moral, Nietzche
El péndulo de Foucault, Eco
Elogio de la locura, E. Rotterdam
Sujeto y poder, Focault
Grado cero escritura, Barthes
Trópico de Cáncer, Henry Miller
venas abiertas america latina, Galeano
El hombre duplicado, Saramago
Corrientes en la filosofía argentina, J. Ingenieros
jueves, mayo 06, 2004
"REPRESION EN LA PUERTA DE TU CASA"
Dice Althusser: "La tradición marxista es formal: desde el Manifiesto y El 18 Brumario (y en todos los textos clásicos posteriores, ante todo el de Marx sobre La comuna de París y el de Lenin sobre El Estado y la Revolución ) el Estado es concebido explícitamente como aparato represivo. El Estado es una “máquina” de represión que permite a las clases dominantes (en el siglo XIX a la clase burguesa y a la “clase” de los grandes terratenientes) asegurar su dominación sobre la clase obrera para someterla al proceso de extorsión de la plusvalía (es decir a la explotación capitalista).
El Estado es ante todo lo que los clásicos del marxismo han llamado el aparato de Estado. Se incluye en esta denominación no sólo al aparato especializado (en sentido estricto), cuya existencia y necesidad conocemos a partir de las exigencias de la práctica jurídica, a saber la policía —los tribunales— y las prisiones, sino también el ejército, que interviene directamente como fuerza represiva de apoyo (el proletariado ha pagado con su sangre esta experiencia) cuando la policía y sus cuerpos auxiliares son “desbordados por los acontecimientos”, y, por encima de este conjunto, al Jefe de Estado, al Gobierno y la administración.
Presentada en esta forma, la “teoría” marxista-leninista del Estado abarca lo esencial, y ni por un momento se pretende dudar de que allí está lo esencial. El aparato de Estado, que define a éste como fuerza de ejecución y de intervención represiva “al servicio de las clases dominantes”, en la lucha de clases librada por la burguesía y sus aliados contra el proletariado, es realmente el Estado y define perfectamente su “función” fundamental."
Querido drugo, bienvenido a la prisión. Y no me venga nadie con esa gran mentira de la libertad. ¡Qué feliz soy! Puedo deslizarme por las áreas que no están prohibidas de la vida... Es una broma tan cruel, que mejor no pensar. Sí, mejor no pensar (por cierto, debo agradecer que soy libre para escribir cosas como ésta, que todos sabemos no modificará absolutamente nada, nunca).
El Estado es ante todo lo que los clásicos del marxismo han llamado el aparato de Estado. Se incluye en esta denominación no sólo al aparato especializado (en sentido estricto), cuya existencia y necesidad conocemos a partir de las exigencias de la práctica jurídica, a saber la policía —los tribunales— y las prisiones, sino también el ejército, que interviene directamente como fuerza represiva de apoyo (el proletariado ha pagado con su sangre esta experiencia) cuando la policía y sus cuerpos auxiliares son “desbordados por los acontecimientos”, y, por encima de este conjunto, al Jefe de Estado, al Gobierno y la administración.
Presentada en esta forma, la “teoría” marxista-leninista del Estado abarca lo esencial, y ni por un momento se pretende dudar de que allí está lo esencial. El aparato de Estado, que define a éste como fuerza de ejecución y de intervención represiva “al servicio de las clases dominantes”, en la lucha de clases librada por la burguesía y sus aliados contra el proletariado, es realmente el Estado y define perfectamente su “función” fundamental."
Querido drugo, bienvenido a la prisión. Y no me venga nadie con esa gran mentira de la libertad. ¡Qué feliz soy! Puedo deslizarme por las áreas que no están prohibidas de la vida... Es una broma tan cruel, que mejor no pensar. Sí, mejor no pensar (por cierto, debo agradecer que soy libre para escribir cosas como ésta, que todos sabemos no modificará absolutamente nada, nunca).
Sobre el post de abajo...
La trampa es la siguiente: confundimos nuestros intereses con los de quienes están del buen lado de la mecha, el lado que enciende.
Mejor dicho, queremos, deseamos deseperadamente convencernos a nosotros mismos de que pertenecemos al bando que tiene el fueguito.
Así, festejamos el orden de las cosas, pues nos parece razonable. ¡Soy un animalito tan domesticable! La fuerza de la costumbre me fuerza a acostumbrarme a lo dado, hasta el punto de que, nacido bajo el signo de los oprimidos, festejo a mis opresores pues los admiro.
Mejor dicho, queremos, deseamos deseperadamente convencernos a nosotros mismos de que pertenecemos al bando que tiene el fueguito.
Así, festejamos el orden de las cosas, pues nos parece razonable. ¡Soy un animalito tan domesticable! La fuerza de la costumbre me fuerza a acostumbrarme a lo dado, hasta el punto de que, nacido bajo el signo de los oprimidos, festejo a mis opresores pues los admiro.
Nietzsche
He vivido ya muchas cosas, alegres y tristes, agradables y desagradables, pero se que en todas ellas Dios me ha guiado con la misma seguridad que un padre a su tierno hijito. Aunque me haya impuesto mucho sufrimiento, reconozco con veneración su poder y su majestad sobre todas las cosas. He tomado la firme determinación de dedicarme para siempre a su servicio. Quiera el Señor darme fuerza para llevar a cabo mi propósito y quiera ampararme en el camino de mi vida. Con confianza infantil me entrego a su misericordia: que Él nos ampare y nos libre de desgracias, pero ¡hágase su Santa Voluntad! Todo lo que Él me asigne quiero aceptarlo con alegría: buena o mala suerte, pobreza y riqueza, y también, mirar valientemente a los ojos de la muerte, la cual un día ha de igualarnos a todos en el contento y la placidez eternas. ¡Señor, deja que tu semblante nos ilumine por toda la eternidad! ¡¡Amén!!
Con esto he terminado mi primer cuaderno, que contemplo con satisfacción. Lo he escrito sin cansancio alguno y con gran alegría. Es algo magnífico guiar más tarde a nuestro espíritu por los primeros años de nuestra vida y penetrar así en el desarrollo de su educación. He relatado fielmente la verdad, sin fabulación o adorno poético alguno. Que de vez en cuando haya añadido algo, o que aún añada algo más, debe perdonárseme debido a lo extenso de la empresa. ¡Ojalá pueda todavía escribir muchos más libritos como éste!
La vida es un espejo.
Reconocernos en él,
Es lo primero
A lo que aspiramos.
(Extraído de De mi vida)
Así escribía Nietzsche, a mediados de 1858, cuando tenía 14 años. Que tan tiernamente hablara el hombre que más tarde anunciaría "Dios ha muerto" no hace otra cosa que dar muestras del profundo compromiso intelectual que mantuvo en su adultez.
Mi romance con Nietzche, a quien aún no comprendo, nació la primera vez que lo leí. Creo que fue Zarathustra. Lo primero que me impactó fue la tremenda potencia de su prosa: filosofó a martillazos para quebrar en mil pedazos toda una concepción de la moral humana. Sobre Nietzche se ha dicho mucho y mal, la mayoría de las veces como fruto de la prisa y la soberbia intelectual. Volveré sobre el tema con más tiempo.
Con esto he terminado mi primer cuaderno, que contemplo con satisfacción. Lo he escrito sin cansancio alguno y con gran alegría. Es algo magnífico guiar más tarde a nuestro espíritu por los primeros años de nuestra vida y penetrar así en el desarrollo de su educación. He relatado fielmente la verdad, sin fabulación o adorno poético alguno. Que de vez en cuando haya añadido algo, o que aún añada algo más, debe perdonárseme debido a lo extenso de la empresa. ¡Ojalá pueda todavía escribir muchos más libritos como éste!
La vida es un espejo.
Reconocernos en él,
Es lo primero
A lo que aspiramos.
(Extraído de De mi vida)
Así escribía Nietzsche, a mediados de 1858, cuando tenía 14 años. Que tan tiernamente hablara el hombre que más tarde anunciaría "Dios ha muerto" no hace otra cosa que dar muestras del profundo compromiso intelectual que mantuvo en su adultez.
Mi romance con Nietzche, a quien aún no comprendo, nació la primera vez que lo leí. Creo que fue Zarathustra. Lo primero que me impactó fue la tremenda potencia de su prosa: filosofó a martillazos para quebrar en mil pedazos toda una concepción de la moral humana. Sobre Nietzche se ha dicho mucho y mal, la mayoría de las veces como fruto de la prisa y la soberbia intelectual. Volveré sobre el tema con más tiempo.
martes, mayo 04, 2004
ESPEJOS ROTOS O ROMPECABEZAS
LA MOSCA
Volaba insistentemente alrededor del hombre en el sofá. Se acercaba a su rostro, incluso llegaba a posarse levemente en él, para enseguida alejarse, una y otra vez, en un juego de histeria que no parecía molestar al hombre, tan absorto estaba en sus pensamientos, tan inmóvil se hundía su pesado corpachón en la suave piel del tapizado. Era verano, y el calor y la humedad reinaban en la habitación.
Sobre una mesa al costado del sofá un vaso lleno con jugo de naranjas se calentaba lentamente. Las paredes del vidrio transpiraban, y sobre el borde se depositaban pedacitos de la pulpa de la fruta, señalando para quien prestara la suficiente atención la zona tocada por los labios del hombre al beber.
Después de un rato, resuelta, la mosca se alejó en vuelo recto hacia el pasillo en penumbras al costado del hombre. Como si ese insignificante acto ocultara algún significado, él siguió con su mirada la trayectoria del insecto, hasta que lo perdió de vista. Ahora la mosca debía estar revoloteando, en completa soledad, por alguno de los cuartos de la casa.
Un raro, casi imperceptible brillo en la mirada del hombre, anunció que una decisión había sido tomada. Con inusitada rapidez para un cuerpo tan pesado, el hombre se levantó y, resoplando como un toro corrió hasta la ancha ventana de bordes de madera. Escondido detrás de las cortinas, con la visión limitada al rectángulo de luz que formaban las persianas entrecerradas, bajó su mano hasta su entrepierna, se bajó el cierre de la bragueta y comenzó una lenta, anhelada masturbación.
SOL
Como un pedazo de sol bajo el sol de la tarde, la piba desperezaba sus piernas en la calle vieja, silenciosa. No pasaban autos, ni había chicos jugando, ni personas caminando. El sol, después de castigar durante todo el día de aquel verano, comenzaba a menguar su fuerza, y en media hora más atardecería. Pero todavía le quedaban energías para azotar a quienes le escapaban, escondidos dentro de sus húmedas casas; y para maravillarse con el espectáculo de aquellos atrevidos, sus cálidos amantes de suaves pieles cobrizas que, como la chica sentada en la vereda, se alimentan del calor mismo de la vida.
Adentro, en la oscuridad, el hombre subía y bajaba lentamente su mano ensalivada a lo largo de su pene. Olía a semen y a orina y a sudor. Se quedó un buen rato espiando, hasta que oscureció y la chica, satisfecha ya con el baño de luz y calor, se marchó caminando hacia la esquina, agitando en suaves ondas su largo pelo lacio, balanceando con inocencia su delgada cadera. — Todo lento, — dijo el hombre en voz alta — todo muy despacito.
Afuera, una piba contoneaba cadenciosamente su cadera, en un silencioso pueblo de gente grande. Adentro, una mosca volvía, obstinada, para interrumpir el retiro de un hombre grueso, reconcentrado en sus pensamientos.
EL IDIOTA
Gonzalo fue idiota desde siempre. Llegó al mundo con los ojitos achinados y con los labios colgando, el pobre. Supo desde pequeño, a medida que se alejaban de él los demás chicos, que esa idiotez lo diferenciaba de sus amigos. Pero sabía además —y esto sólo él lo sabía— de otra cosa que lo distinguía: podía conocer el futuro por medio de visiones, aunque no entender su causa ni su objeto.
La primera vez que tuvo una premonición, Gonzalo lloró de angustia y miedo. Sin saber cómo ni porqué, había soñado con su madre muerta. Durante el breve entierro, que tuvo lugar una semana después, nada pudo evitar que el idiota se culpara de haber soñado. Seis años tenía Gonzalo entonces.
Varios años después el chico tuvo otra visión. Esta vez se trató de un auto estacionado a orillas de un lago en el bosque, en la noche. Era de noche y hacía frío. En el interior del vehículo estaba sentado su tío Walter, con una mujer que lloraba y abría muy grande la boca. Entonces el tío le metía un revolver en la boca, sin importarle tanto grito y tanto llanto. Finalmente la mujer, después de unos segundos, con los ojos inundados de lágrimas, se inclinaba sobre el regazo del hombre, como si buscara algo en el suelo del automóvil. Entonces el tío Walter le sacaba el revolver de la boca y lo apoyaba en la nuca de la desgraciada, mientras le tiraba de los pelos con su otra mano. El tío Walter reía, jadeaba y gritaba, con las venas de su frente a punto de estallar.
Tres días más tarde, la policía se llevó al tío Walter, y de nuevo Gonzalo sintió la culpa devorándolo, trepando por dentro como esas enredaderas que crecen en los húmedos muros de las casas viejas.
Pero la peor de todas las visiones Gonzalo la tuvo dos días después de que una mosca alterara los pensamientos de un hombre grueso sentado en un sofá.
Raúl, a quien Gonzalo conocía de vista, se encontraba sentado a la mesa del comedor, con sus manos entrelazadas ante sí y la vista clavada en una nena, ubicada en la silla enfrente suyo. Entre ambos, una olla humeante ocupaba el centro de la mesa. También había frutas, pan, y una jarra con agua. Las persianas cerradas sumían la habitación en penumbras, con solo la luz que se filtraba por entre las hendijas de la madera para alumbrar difusamente el almuerzo. La chica comía despacio del plato ante ella. Su mirada subía y bajaba, alternando entre el hombre y la comida. Raúl hablaba en susurros, de una manera que hacía pensar vagamente en alguien alimentándose. Cuando la pequeña terminó su plato tomó el racimo de uvas que le ofreció el hombre. Ahora ya no lo miraba a los ojos; se apuraba a terminar el postre, atemorizada de que ese sorpresivo festín que le era obsequiado cesara abruptamente.
Desde algún lugar, el idiota seguía soñándolos, sin saber porqué miraba.
Cuando la chica comió la última uva, el tipo se paró, apoyando sus manos en la mesa. Lo hizo de repente, asustando a su invitada, que pegó un salto en la silla. Raúl rodeó la mesa, hizo girar a la nena en su silla, y le acarició el cabello negro, susurrándole algo al oído. La chica sonrió, relajándose, con un encantador gesto de inocencia. Después, ambos se dirigieron al cuarto contiguo.
Gonzalo despertó de esta visión llorando, presa de una ataque de nervios. En la pieza contigua a la suya, el papá del idiota se emborrachaba. No iba a entender nada de lo que su hijo intentara explicarle.
EL HORROR
“Decime que te gusta, hija de puta”; muerde las palabras el hombre enorme sobre el cuerpo aplastado debajo suyo. “Decime papito. ¡Decime papi o te mato, putita!”; le ordena despacito, muy cerca del oído. No se escuchan gritos. Nadie llora. Nadie ruega por su vida. Sólo existe el más conmovedor espanto, acurrucado en el final del alma de la criatura, allí donde cree estar muerta.
No hacen falta golpes, ni correas hundiéndose en las muñecas, ni mordazas. Apenas un par de ordenes secas hacen falta para transformar una puta en una esclava. Entonces, cuando la metamorfosis se cumple, el poder del hombre se proyecta en sus dientes clavados en la carne de ese casi animal, y su furia se dispara recorriendo su propio cuerpo, que termina montado al lomo de el otro cuerpo, el ajeno, para domarlo y para lastimarlo y clavarlo y morder su espanto incrédulo y sosegado.
En la pared no hay cuadros que mirar, ni espejos que devuelvan imagen alguna. No hay paredes blancas de hospitales blancos, no hay asistentes sociales, no hay madres, no hay promesas de amor, no hay mentiras. Tampoco hay televisores, automóviles, hoteles, escuelas ni pasta dental. No importa la esperanza, ni el odio, ni la gula, ni el deseo. No existe en ningún rincón del universo algo parecido a la justicia, mucho menos al amor.
Dios no existe, como tampoco el Diablo existe. Lo que existe se limita a este cuarto, al espacio contenido por cuatro paredes embarradas de sombras y de sangre. Lo que es está en el dolor de la presa paladeada por su cazador, degustada, masticada con fruición, y finalmente aprobada. Dos almas huérfanas, locas de dolor y angustia; una arrastrando a la otra a su íntimo torbellino de oscuridad y caos. Hay dientes apretados y hay gemidos.
Pero Dios no existe.
PAN
Gonzalo se vistió temprano y desayunó pan duro con mate cocido. Una y otra vez, hundía el mismo trozo de pan en el líquido verde; una vez tras otra, lo llevaba hacia su boca para deshacer con los labios el reborde húmedo, coloreado de verde y ligeramente humeante, del pan viejo.
Gonzalo piensa en su último sueño y le entra una sensación fea. Angustiante, esa sensación. La tía Emilia dice siempre que le da una cosa acá, en el pecho, cuando algo no le gusta. ¿La tía Emilia sentirá tan feo como siente Gonzalo ahora? Gonzalo mira los pedacitos de pan que flotan en el mate cocido.
— A Gonzalo no le gustan los cuchillos— dice, y se queda pensativo.
LA SANGRE¡Plaf!, el cuchillo se hunde de punta en la carne. ¡Flip!, el filo se desliza sobre tendones y nervios, veloz. ¡Rap!, la hostilidad pestañea en un par de ojos cuando la sangre los salpica. ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap!, "cómo se mueven esas manos torpes y gordas pese estar tan resbalosas", ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap!, ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap!, ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap! "¿Fue ese un destello de luz en el filo del cuchillo?". "No, fue mi rostro tensionado y mis dientes apretados"... Un rápido movimiento: un trozo de carne cae al interior de una bolsa negra de residuos. Le sigue otro, y otro más, éste último arrojado por encima del hombro. Un perro ladra afuera, en la noche. ¡Plaf! ¡Flip!, el carnicero realiza su tarea. ¡Flip!, la carne se le abre de nuevo — ya lo hizo en vida —. ¡Crac!, un hueso es separado para siempre de la carne que sostenía. Y los ladridos, cada vez mas lejanos, más difusos. Y el delantal cubierto de una sangre oscura y pesada, y una lamparita colgada del techo arroja su sucia luz amarilla alrededor, —"¡demasiado baja, esa luz!"—, golpea la frente transpirada del carnicero demente, y las rojas sombras de brazos y de piernas y de una larga cabellera negra y de unos ojos de pupila congelada en el tiempo y el terror, todos congelados para siempre por la muerte en un inútil gesto de fuga o de danza. Hace calor aquí adentro, carnicero, ¿por qué no dejas descansar este cadáver ante ti? Sombras bailando sobre la hoguera — eso es, déjalas ya, carnicero, déjalas que descansen —. Ladridos que llegan a través de un sueño perverso y húmedo, anestesiados por el olor a sangre, alejándose lentamente hacia el interior de esta madrugada fría.
Y las horas que dura todo, hasta que el amanecer sorprende a Raúl en la cocina, todavía manchado de sangre y con restos de carne entre las uñas y el pelo, tomando unos mates lavados y fríos.
PERRO
Cuando el viento cambió de dirección, Perro levantó la cabeza, soltó el cuerpo todavía tibio del pichoncito que había estado mordisqueando, y olfateó el aire, que llegaba cargado de un fuerte olor a carne fresca. Permaneció unos segundos inmóvil, con una oreja parada y la otra, rota en una pelea canina, indefectiblemente caída, lo cual confería a su cara una cómica ternura, aunque los perros nada saben de comicidad ni de ternura. Después comenzó a caminar en la dirección que su olfato le indicaba avanzar. Anduvo lentamente, olisqueando alternadamente el suelo y el aire. Poco a poco se adentró en el bosque que se levanta todavía a dos kilómetros del pueblo, siguiendo el segundo camino de tierra que se abre de la ruta desde Buenos Aires. Se detuvo al llegar a un eucalipto gordo y alto. Confundido, olió la madera del tronco. Después bajó su hocico hasta llegar al suelo, donde la tierra parecía haber sido removida recientemente. Con su curiosidad excitada (es una manera de decir, y una manera errónea, porque los perros nada saben de curiosidad), excavó con sus patas. Se detuvo a unos treinta centímetros de profundidad, miró y hundió la trompa en el pozo. Extrajo una bolsa de residuos y la olfateó. Rascó con sus uñas el nylon negro y brillante y por la herida recién abierta del saco manó la sangre en densos borbotones. A continuación también salió un pedazo de carne, que rodó hasta detenerse frente al hocico del animal. Perro volvió a oler: sabía que tenía ante sí algo distinto de lo habitual; no se trataba de las sobras que comúnmente le arrojaban los vecinos, ni de la basura que revolvía de los tachos. La comida era buena, decidió Perro finalmente, y con una suave caricia de sus colmillos tomó un trozo de carne.
Excitado y orgulloso de su olfato, Perro se tendía en el suelo. Mordisqueaba, desgarraba, lamía, tragaba. Aferraba con las patas delanteras su alimento-trofeo; se relamía la sangre que le manchaba el morro, le gustaba lo que comía.
Una hora después, iba a vomitar el alimento que comía, y dos horas más tarde tres chicos de nueve años pasarían cerca de aquel eucalipto y lo verían todo: el negro pozo en la tierra, la desangrada bolsa de residuos, la carne de bordes ennegrecidos, dura, esparcida, y Perro arrastrándose con el hocico ensangrentado, todavía vomitando, pobrecito, carne negra.
Volaba insistentemente alrededor del hombre en el sofá. Se acercaba a su rostro, incluso llegaba a posarse levemente en él, para enseguida alejarse, una y otra vez, en un juego de histeria que no parecía molestar al hombre, tan absorto estaba en sus pensamientos, tan inmóvil se hundía su pesado corpachón en la suave piel del tapizado. Era verano, y el calor y la humedad reinaban en la habitación.
Sobre una mesa al costado del sofá un vaso lleno con jugo de naranjas se calentaba lentamente. Las paredes del vidrio transpiraban, y sobre el borde se depositaban pedacitos de la pulpa de la fruta, señalando para quien prestara la suficiente atención la zona tocada por los labios del hombre al beber.
Después de un rato, resuelta, la mosca se alejó en vuelo recto hacia el pasillo en penumbras al costado del hombre. Como si ese insignificante acto ocultara algún significado, él siguió con su mirada la trayectoria del insecto, hasta que lo perdió de vista. Ahora la mosca debía estar revoloteando, en completa soledad, por alguno de los cuartos de la casa.
Un raro, casi imperceptible brillo en la mirada del hombre, anunció que una decisión había sido tomada. Con inusitada rapidez para un cuerpo tan pesado, el hombre se levantó y, resoplando como un toro corrió hasta la ancha ventana de bordes de madera. Escondido detrás de las cortinas, con la visión limitada al rectángulo de luz que formaban las persianas entrecerradas, bajó su mano hasta su entrepierna, se bajó el cierre de la bragueta y comenzó una lenta, anhelada masturbación.
SOL
Como un pedazo de sol bajo el sol de la tarde, la piba desperezaba sus piernas en la calle vieja, silenciosa. No pasaban autos, ni había chicos jugando, ni personas caminando. El sol, después de castigar durante todo el día de aquel verano, comenzaba a menguar su fuerza, y en media hora más atardecería. Pero todavía le quedaban energías para azotar a quienes le escapaban, escondidos dentro de sus húmedas casas; y para maravillarse con el espectáculo de aquellos atrevidos, sus cálidos amantes de suaves pieles cobrizas que, como la chica sentada en la vereda, se alimentan del calor mismo de la vida.
Adentro, en la oscuridad, el hombre subía y bajaba lentamente su mano ensalivada a lo largo de su pene. Olía a semen y a orina y a sudor. Se quedó un buen rato espiando, hasta que oscureció y la chica, satisfecha ya con el baño de luz y calor, se marchó caminando hacia la esquina, agitando en suaves ondas su largo pelo lacio, balanceando con inocencia su delgada cadera. — Todo lento, — dijo el hombre en voz alta — todo muy despacito.
Afuera, una piba contoneaba cadenciosamente su cadera, en un silencioso pueblo de gente grande. Adentro, una mosca volvía, obstinada, para interrumpir el retiro de un hombre grueso, reconcentrado en sus pensamientos.
EL IDIOTA
Gonzalo fue idiota desde siempre. Llegó al mundo con los ojitos achinados y con los labios colgando, el pobre. Supo desde pequeño, a medida que se alejaban de él los demás chicos, que esa idiotez lo diferenciaba de sus amigos. Pero sabía además —y esto sólo él lo sabía— de otra cosa que lo distinguía: podía conocer el futuro por medio de visiones, aunque no entender su causa ni su objeto.
La primera vez que tuvo una premonición, Gonzalo lloró de angustia y miedo. Sin saber cómo ni porqué, había soñado con su madre muerta. Durante el breve entierro, que tuvo lugar una semana después, nada pudo evitar que el idiota se culpara de haber soñado. Seis años tenía Gonzalo entonces.
Varios años después el chico tuvo otra visión. Esta vez se trató de un auto estacionado a orillas de un lago en el bosque, en la noche. Era de noche y hacía frío. En el interior del vehículo estaba sentado su tío Walter, con una mujer que lloraba y abría muy grande la boca. Entonces el tío le metía un revolver en la boca, sin importarle tanto grito y tanto llanto. Finalmente la mujer, después de unos segundos, con los ojos inundados de lágrimas, se inclinaba sobre el regazo del hombre, como si buscara algo en el suelo del automóvil. Entonces el tío Walter le sacaba el revolver de la boca y lo apoyaba en la nuca de la desgraciada, mientras le tiraba de los pelos con su otra mano. El tío Walter reía, jadeaba y gritaba, con las venas de su frente a punto de estallar.
Tres días más tarde, la policía se llevó al tío Walter, y de nuevo Gonzalo sintió la culpa devorándolo, trepando por dentro como esas enredaderas que crecen en los húmedos muros de las casas viejas.
Pero la peor de todas las visiones Gonzalo la tuvo dos días después de que una mosca alterara los pensamientos de un hombre grueso sentado en un sofá.
Raúl, a quien Gonzalo conocía de vista, se encontraba sentado a la mesa del comedor, con sus manos entrelazadas ante sí y la vista clavada en una nena, ubicada en la silla enfrente suyo. Entre ambos, una olla humeante ocupaba el centro de la mesa. También había frutas, pan, y una jarra con agua. Las persianas cerradas sumían la habitación en penumbras, con solo la luz que se filtraba por entre las hendijas de la madera para alumbrar difusamente el almuerzo. La chica comía despacio del plato ante ella. Su mirada subía y bajaba, alternando entre el hombre y la comida. Raúl hablaba en susurros, de una manera que hacía pensar vagamente en alguien alimentándose. Cuando la pequeña terminó su plato tomó el racimo de uvas que le ofreció el hombre. Ahora ya no lo miraba a los ojos; se apuraba a terminar el postre, atemorizada de que ese sorpresivo festín que le era obsequiado cesara abruptamente.
Desde algún lugar, el idiota seguía soñándolos, sin saber porqué miraba.
Cuando la chica comió la última uva, el tipo se paró, apoyando sus manos en la mesa. Lo hizo de repente, asustando a su invitada, que pegó un salto en la silla. Raúl rodeó la mesa, hizo girar a la nena en su silla, y le acarició el cabello negro, susurrándole algo al oído. La chica sonrió, relajándose, con un encantador gesto de inocencia. Después, ambos se dirigieron al cuarto contiguo.
Gonzalo despertó de esta visión llorando, presa de una ataque de nervios. En la pieza contigua a la suya, el papá del idiota se emborrachaba. No iba a entender nada de lo que su hijo intentara explicarle.
EL HORROR
“Decime que te gusta, hija de puta”; muerde las palabras el hombre enorme sobre el cuerpo aplastado debajo suyo. “Decime papito. ¡Decime papi o te mato, putita!”; le ordena despacito, muy cerca del oído. No se escuchan gritos. Nadie llora. Nadie ruega por su vida. Sólo existe el más conmovedor espanto, acurrucado en el final del alma de la criatura, allí donde cree estar muerta.
No hacen falta golpes, ni correas hundiéndose en las muñecas, ni mordazas. Apenas un par de ordenes secas hacen falta para transformar una puta en una esclava. Entonces, cuando la metamorfosis se cumple, el poder del hombre se proyecta en sus dientes clavados en la carne de ese casi animal, y su furia se dispara recorriendo su propio cuerpo, que termina montado al lomo de el otro cuerpo, el ajeno, para domarlo y para lastimarlo y clavarlo y morder su espanto incrédulo y sosegado.
En la pared no hay cuadros que mirar, ni espejos que devuelvan imagen alguna. No hay paredes blancas de hospitales blancos, no hay asistentes sociales, no hay madres, no hay promesas de amor, no hay mentiras. Tampoco hay televisores, automóviles, hoteles, escuelas ni pasta dental. No importa la esperanza, ni el odio, ni la gula, ni el deseo. No existe en ningún rincón del universo algo parecido a la justicia, mucho menos al amor.
Dios no existe, como tampoco el Diablo existe. Lo que existe se limita a este cuarto, al espacio contenido por cuatro paredes embarradas de sombras y de sangre. Lo que es está en el dolor de la presa paladeada por su cazador, degustada, masticada con fruición, y finalmente aprobada. Dos almas huérfanas, locas de dolor y angustia; una arrastrando a la otra a su íntimo torbellino de oscuridad y caos. Hay dientes apretados y hay gemidos.
Pero Dios no existe.
PAN
Gonzalo se vistió temprano y desayunó pan duro con mate cocido. Una y otra vez, hundía el mismo trozo de pan en el líquido verde; una vez tras otra, lo llevaba hacia su boca para deshacer con los labios el reborde húmedo, coloreado de verde y ligeramente humeante, del pan viejo.
Gonzalo piensa en su último sueño y le entra una sensación fea. Angustiante, esa sensación. La tía Emilia dice siempre que le da una cosa acá, en el pecho, cuando algo no le gusta. ¿La tía Emilia sentirá tan feo como siente Gonzalo ahora? Gonzalo mira los pedacitos de pan que flotan en el mate cocido.
— A Gonzalo no le gustan los cuchillos— dice, y se queda pensativo.
LA SANGRE¡Plaf!, el cuchillo se hunde de punta en la carne. ¡Flip!, el filo se desliza sobre tendones y nervios, veloz. ¡Rap!, la hostilidad pestañea en un par de ojos cuando la sangre los salpica. ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap!, "cómo se mueven esas manos torpes y gordas pese estar tan resbalosas", ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap!, ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap!, ¡Plaf!, ¡Flip!, ¡Rap! "¿Fue ese un destello de luz en el filo del cuchillo?". "No, fue mi rostro tensionado y mis dientes apretados"... Un rápido movimiento: un trozo de carne cae al interior de una bolsa negra de residuos. Le sigue otro, y otro más, éste último arrojado por encima del hombro. Un perro ladra afuera, en la noche. ¡Plaf! ¡Flip!, el carnicero realiza su tarea. ¡Flip!, la carne se le abre de nuevo — ya lo hizo en vida —. ¡Crac!, un hueso es separado para siempre de la carne que sostenía. Y los ladridos, cada vez mas lejanos, más difusos. Y el delantal cubierto de una sangre oscura y pesada, y una lamparita colgada del techo arroja su sucia luz amarilla alrededor, —"¡demasiado baja, esa luz!"—, golpea la frente transpirada del carnicero demente, y las rojas sombras de brazos y de piernas y de una larga cabellera negra y de unos ojos de pupila congelada en el tiempo y el terror, todos congelados para siempre por la muerte en un inútil gesto de fuga o de danza. Hace calor aquí adentro, carnicero, ¿por qué no dejas descansar este cadáver ante ti? Sombras bailando sobre la hoguera — eso es, déjalas ya, carnicero, déjalas que descansen —. Ladridos que llegan a través de un sueño perverso y húmedo, anestesiados por el olor a sangre, alejándose lentamente hacia el interior de esta madrugada fría.
Y las horas que dura todo, hasta que el amanecer sorprende a Raúl en la cocina, todavía manchado de sangre y con restos de carne entre las uñas y el pelo, tomando unos mates lavados y fríos.
PERRO
Cuando el viento cambió de dirección, Perro levantó la cabeza, soltó el cuerpo todavía tibio del pichoncito que había estado mordisqueando, y olfateó el aire, que llegaba cargado de un fuerte olor a carne fresca. Permaneció unos segundos inmóvil, con una oreja parada y la otra, rota en una pelea canina, indefectiblemente caída, lo cual confería a su cara una cómica ternura, aunque los perros nada saben de comicidad ni de ternura. Después comenzó a caminar en la dirección que su olfato le indicaba avanzar. Anduvo lentamente, olisqueando alternadamente el suelo y el aire. Poco a poco se adentró en el bosque que se levanta todavía a dos kilómetros del pueblo, siguiendo el segundo camino de tierra que se abre de la ruta desde Buenos Aires. Se detuvo al llegar a un eucalipto gordo y alto. Confundido, olió la madera del tronco. Después bajó su hocico hasta llegar al suelo, donde la tierra parecía haber sido removida recientemente. Con su curiosidad excitada (es una manera de decir, y una manera errónea, porque los perros nada saben de curiosidad), excavó con sus patas. Se detuvo a unos treinta centímetros de profundidad, miró y hundió la trompa en el pozo. Extrajo una bolsa de residuos y la olfateó. Rascó con sus uñas el nylon negro y brillante y por la herida recién abierta del saco manó la sangre en densos borbotones. A continuación también salió un pedazo de carne, que rodó hasta detenerse frente al hocico del animal. Perro volvió a oler: sabía que tenía ante sí algo distinto de lo habitual; no se trataba de las sobras que comúnmente le arrojaban los vecinos, ni de la basura que revolvía de los tachos. La comida era buena, decidió Perro finalmente, y con una suave caricia de sus colmillos tomó un trozo de carne.
Excitado y orgulloso de su olfato, Perro se tendía en el suelo. Mordisqueaba, desgarraba, lamía, tragaba. Aferraba con las patas delanteras su alimento-trofeo; se relamía la sangre que le manchaba el morro, le gustaba lo que comía.
Una hora después, iba a vomitar el alimento que comía, y dos horas más tarde tres chicos de nueve años pasarían cerca de aquel eucalipto y lo verían todo: el negro pozo en la tierra, la desangrada bolsa de residuos, la carne de bordes ennegrecidos, dura, esparcida, y Perro arrastrándose con el hocico ensangrentado, todavía vomitando, pobrecito, carne negra.
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