Primero fue un largo silencio. Después, el terrible Armando fue el primero en opinar.
— Caer es ser arrastrado por una fuerza irresistible, sin algo de lo que agarrarse.
Pitó su cigarrillo apretándolo entre sus dedos fuertes y gordos. Después aplastó la colilla en un cenicero de piedra verde veteada. Estábamos en el cuarto sin ventanas los cuatro, un reloj de pared descompuesto, congelado para siempre en las diez y cuarto, y cuatro sillones. Y la puerta cerrada por fuera. Como no había ventanas, ninguno de nosotros hubiera podido afirmar si era de día o de noche.
Ana sonrió enigmática. Arqueó una ceja y dijo con voz ronca:
— Caer es ver la realidad tal como es, pero después de tiempo, y carecer de atenuantes para ello.
Y nos miró uno por uno. Su cabello lacio acompañó como una cascada el movimiento de su cuello. Lindos hombros. Permanecimos en silencio entre las cuatro paredes. En el centro del cuarto había una mesa ratona con cinco tasas de té y platos llenos de masitas. Quise tomar una, pero cuando me incorporé de mi asiento, lo hice demasiado bruscamente, y bajo mis pies el suelo pareció inclinarse. Me senté inmediatamente. Luego, lentamente, estiré mi brazo hasta el plato y tomé una masita. Deliciosa.
— Caer se relaciona con el concepto de que arriba es mejor y abajo peor. En este sentido, implica una pérdida, una desgracia—, arremetió nuevamente Armando mientras masticaba una masita. Todos lo miramos. Sus facciones duras, casi brutales, se articulaban en forma desdeñosa para emitir sonidos. Ver hablar a Armando era como ver hablar a una montaña: “Armando, el hombre montaña”. Cada vez que uno hablaba los tres restantes todos le mirábamos, excepto Armando, que miraba fijamente el reloj colgado en la pared.
La dulce Carolina reaccionó velozmente, casi saltando en su sillón:
— ¡Caer es irrumpir, aparecer algo por sorpresa! ¡Caen las visitas! ¡Cayó piedra sin llover! ¿Entienden?
Armando resopló con fastidio, sin dejar de mirar el reloj. Absurda como era, la situación me parecía divertida. Miré yo también el reloj. Sonreí. Era un reloj bastante bonito, de esos con forma de casita con techo a dos aguas. De madera opaca y oscura. Reloj inútil, reloj roto, reloj loco. Miré a Ana y ella que me estaba mirando, desvió su vista. Caíste, pensé, caíste.
— Se cae en una trampa: caer es seguir el camino que otro nos ha preparado para ponernos a prueba —dijo Ana, acurrucada en su sillón. Sonrió y levantó sus ojos hasta encontrarme: — Caer es pisar el palito, morder el anzuelo…
Entonces algo habló a través de mí y dije:
— Caer es haber perdido el control, o mejor dicho, vernos forzados a admitirlo ante todos.
Nuevamente, mis labios se movieron:
— O mejor aún: vernos forzados a admitir ante nosotros mismos que nunca lo tuvimos.
— ¡Es un quiebre! —exclamó Carolina dando un salto. Miré sus piernas suaves y firmes debajo de la falda, que se había levantado dejando ver sus muslos. Después sus ojos parecieron apagarse, cuando agregó con la voz quebrada: —Caer supone un final, un punto culminante, una ruptura en un orden, algo que termina…
Silencio durante largos minutos, y luego, bruscamente, Armando levantó su grueso corpachón del sillón y se dirigió al reloj. El cuarto tembló bajo sus poderosos pasos, pero no pareció importarle. Algunas masitas demasiado cercanas al borde de la mesa cayeron al piso junto con otras que habían caído antes. Armando pisó algunas y entonces el suelo se llenó de migas. Armando caminó hasta situarse justo bajo el reloj.
— Deberíamos tirar este reloj a la mierda — masculló Armando—, es estúpido, tan estúpido… todo esto es simplemente estúpido.
Volví a mirar el estúpido reloj en la pared. Siempre las diez y cuarto. Se me antojó que la figura corpulenta de Armando perdía sentido frente a ese pequeño reloj. ¿Por qué lo molestaba? A mí el reloj no me molestaba en lo más mínimo.
— Es cierto que el reloj no tiene sentido — dije por decir algo—, pero en realidad ¿quién de nosotros lo tiene? Ninguno de los cuatro.
— Al menos actuamos como si lo tuviésemos— dijo Armando sin mirarme.
— ¿Vos no tenés ningún sentido? — desafió Ana.
— No. No sé.
Carolina me sonrió y se encogió de hombros y cruzó sus piernas.
— Sé que hablo, me alimento, sé que nos influimos y todo eso. Hasta podemos desnudarnos, hacernos el amor, rezar o asesinarnos entre estas cuatro paredes. Pero eso no nos da un sentido en absoluto. Quiero decir, ¿para qué estamos acá?, ¿qué va a pasar con nosotros? ¿Nos conocemos de antes, acaso?, creo recordar sus rostros y sus nombres, pero… ¿cómo puedo estar seguro de algo aquí? ¿No hay algo como el mundo afuera?
Armando me miraba fieramente. No sé por qué me parecía que nadie debía contradecirlo. “Armando, el hombre de las manos de acero”. En efecto, si él hubiese decidido asesinarme, podría haberlo hecho con sus solas manos. Siempre parecía estar molesto por algo.
— Nosotros actuamos en una dirección y eso nos da un sentido, quieras verlo o no, prefieras llamarlo simulación o no —dijo Armando—. En cambio ese reloj… simplemente carece de sentido en absoluto, porque no hace lo que se espera de él, marcando las diez y cuarto para siempre.
— —Ese reloj ya no es, desde hace mucho, un reloj. Es otra cosa, pero todavía no sabemos qué, solamente eso.
— ¿Ah, no?
— No. ¿Cómo puede cualquiera estar seguro de algo aquí? El sentido no lo brinda lo que hacemos, sino lo que somos, y de eso nunca se puede estar seguro.
— Al menos nosotros tenemos un margen de decisión. No permanecemos colgando de una pared en el vacío.
— ¿Lo tenemos? —repliqué— ¿Sí? Salgamos de aquí entonces. Ahora.
— Esta discusión es estúpida, ¿de qué estábamos hablando? — terció Ana.
Me callé y el reloj ocupó todos mis pensamientos. Tan tremenda, tan total era su incoherencia, que avanzaba sobre mí, cubriéndome como un manto de terciopelo negro. La caída, algo sobre una caída, creo que dijo alguien. Pensé en una mariposa atravesada por un alfiler. Debía haber, en alguna parte, un entomólogo. A esta altura, ese reloj era para mí, con su absoluta falta de sentido, lo único real en aquel cuarto. Si había algo que me sujetaba al universo era la desesperante incoherencia de aquel reloj, que me recordaba la magnitud de la nuestra propia, pobres simuladores. Todos nosotros, pensé, estábamos sujetos al universo merced a ese reloj, cuyo clavo no lo sujetaba a la pared, sino que nos atravesaba a los cuatro, al cuarto, a los sillones y las masitas y el té como un absurdo brochette. ¡Este es el punto culminante! ¿Entienden? ¡No es el reloj el que por un clavo está sujeto a la pared; somos nosotros los que por él lo estamos al universo!
Levanté mi vista. Armando me miraba, los ojos en llamas. Me di cuenta de que exageraba. Yo también había exagerado antes, sin poder evitarlo.
— Caer supone un final, un punto culminante, una ruptura en un orden —repetí.
Ana frunció sus gruesos labios y se acurrucó en su sillón. Sus finos dedos acariciaron la suave piel del tapizado como si explorasen la ancha espalda de un hombre. Avancé hacia ella.
— Caer es la primera acción del ser—, dijo Ana.
— Caer es la única acción del ser—, la corregí, mientras me sentaba entre sus piernas— Antes y después nada existe.
Hundí mi cabeza en su falda. Comenzó a acariciarme el cabello. La pequeña Carolina, toda calidez y quince años, se acercó a Armando y besó sus labios largamente.
— Caer es estar vivo—, dijo.
Entonces el reloj cayó, como si un dios malévolo hubiese arrancado el clavo que lo sujetaba a la pared.
Libros para que te bajes
lunes, julio 05, 2004
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