Después de tanto tiempo, es cosa fácil interrumpir el pensamiento y permanecer vacío. Como siempre, como ahora, volverlo a poner en marcha me resulta doloroso.
Pestañeé.
Pestañeé otra vez.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Cuánto en ese escondite húmedo y oscuro? Podrían haber sido siglos: no me importa el tiempo; nada tengo que hacer ni de qué preocuparme.
El olor inundó la penumbra: muy cerca de mí, algo se pudría en la fábrica abandonada. Pero no fue aquel hedor lo que me hizo regresar a la conciencia —un ciruja se acostumbra a eso—, sino el aullido de una sirena y enseguida un taconeo en la oscuridad y corridas y órdenes a voz en cuello y sombras deformadas por linternas a la vuelta de un pasillo.
Ladridos, policías.
Sabía cómo terminaba eso.
Algo en el linyera cubierto por harapos llama la atención del policía. Algo en su mirada. El policía, joven y afeitado, le hace unas cuantas preguntas estúpidas. Por vagas o por desganadas, las respuestas no lo convencen. Luego, si ha ocurrido algo tan grave como para tener que buscar un buen chivo expiatorio, todo puede terminar en unos años a la sombra. Ya me había ocurrido antes, muchas veces. No es el encierro lo que aborrezco, sino la imposibilidad del anonimato: en las cárceles, incluso quienes no tenemos nombre, somos números.
Me incorporé lo más rápido que pude, todavía algo aturdido. Tomé mi ropa húmeda: la bufanda harapienta, el sobretodo andrajoso; el gorro lo llevaba puesto. No encontré los zapatos. Decidí dejarlos.
Vidrios y piedras afiladas me cortaron la planta de los pies cuando caminé, lentamente, por un pasillo oscuro. A cierta edad, es inevitable reducir la velocidad. A cierta edad, uno sólo puede detenerse. Pero yo seguía y seguiré caminando lentamente. Pasan los nombres, las caras, las modas. Todo se vuelve un borrón, una mancha uniforme en la que es imposible encontrar un rasgo distintivo, algo con suficiente solidez como para anclar. Vagabundeo porque no encuentro nada en común con los demás. Yo sólo sigo vivo, tan simple e imposible como eso. Soy una conciencia lanzada, implacable, pesada. Como una flecha, la vida me atraviesa; como un virus me enferma; como un río me arrastra. Y en este río loco, río sin sentido, comer de la basura —preferible mil veces a mendigarles a los hombres— es igual a compartir la mesa con los dueños del mundo. Al fin y al cabo, todo es una mancha, y desde lejos todas las manchas son iguales. Hace falta mirar de cerca, en detalle, para percibir la sutil diferencia que hay entre la vida y la muerte. Y yo estoy lejos, demasiado lejos ya. Veo claramente, porque no distingo los colores.
El pasillo terminaba en una puerta. Por una ventana en su parte superior entraba, difusa, la luz del exterior. Abrí la puerta. Era una tarde nublada y la fina llovizna que caía sobre la ciudad realzaba el brillo de los carteles de neón. Publicidades rojas y amarillas, rojas y amarillas… Me pareció que el espanto desteñía sus colores sobre todos. La gente caminaba apresurada. Dejé pasar a una, dos personas, y me sumé yo también a la fila india de los caminantes, esa hilera inmortal que conozco tan bien. Caminé unas cuadras sin rumbo, apenas una mancha entre otras manchas, hasta que, abruptamente, me detuve en una esquina.
Algo en el aire, casi un olor.
Supe que ella estaba cerca.
“Acaba de pasar por aquí”, me dije, “puedo sentir su olor”. Y la mera idea de que ella estuviese cerca una vez más devolvió la luz a mi alma inmortal, encendiendo una chispa de deseo en algún lugar entre mi estómago y mi vientre. Casi una erección. Casi un espantoso nudo de ansiedad en el medio del pecho. Y bastó la simpleza tan pequeña de esa chispa para que los nubarrones oscuros se abrieran sobre mí. Bastaron ese olor, y esa erección y ese nudo en el pecho, para que el sol volviera a lamer mi piel después de tanto tiempo. Bastó esta tibia certeza del encuentro inminente con mi amada, para que el ruido del tráfico se convirtiera en el rumor espumeante de un río mezclando para siempre sus aguas con las del mar.
Abro los brazos como el judío crucificado al advertir los gritos y las corridas a diez metros. Y sonrío, allí parado, al percibir la violenta onda de una estampida: mi amada se inclina a besarme la frente. Entonces siento entre las piernas aquella brillante luz de placer, al mismo tiempo que escucho el disparo, y sobreviene el impacto en mi pecho, el ardor en mi pecho, la explosión de la sangre en mi pecho.
Después, un segundo nada más hasta que las nubes volvieran a cerrarse, y el ruido de los autos volviera a ser apenas el ruido de los autos: al mirar la roja estrella en mi pecho abierto, comprendí que yo seguía vivo, y volvía a soportar los desplantes de mi deseada. Yo no estaba hecho para ella, no, ni mi frente para sus besos cálidos y dulces. Me tranquilicé al recuperar la lucidez sombría, la irrefutable certeza de que, una vez más, nada había cambiado. Casi me desembaracé con ansia de esa triste imitación mía de la alegría, de esa conmovedora emoción del perro ante su amo.
Miré alrededor.
Una joven me observaba con sus grandes ojos negros de venado. En el temblor de sus pupilas leí, como en un libro, la vieja historia de la sorpresa y el miedo ante el peligro. En los míos ella no habrá podido leer nada, cómo hubiera podido.
De repente pasó corriendo entre los dos un pibe flaco de no más de quince. Parecía desesperado y decidido. En su mano llevaba una pistola. Una grande.
Me palpé la herida, un agujero feo. Debajo de la camisa mugrienta mi sangre empezaba a espesarse. Impasible, miré al chico correr hasta la esquina, donde un policía de casi el doble de su tamaño lo derribó violentamente. No me importó. Ni el tiro ni que lo atrapen.
Volví a mirar a la joven. Me preguntó si yo estaba bien. Con su mano extendida hacia mí, miraba aterrada mi pecho. La sangre chorreaba por el sobretodo, mansa y grumosa, hasta el suelo. Mis pies descalzos resbalaban sobre un charco oscuro.
No le respondí.
Habían vuelto a mí el cansancio, el hartazgo, el hastío fatal.
Me di vuelta.
La dejé ahí, con su miedo y su asombro y su mano de finos dedos apuntando hacia mí, como si quisiera agarrarme o como si me rechazara. La dejé ahí, con su alegría por estar viva, algo que a mí me falta, recuerdo que pensé.
Caminé dos cuadras. Sentí hambre. Abrí una bolsa de basura. Por supuesto, no es que me importe el hambre. Es ese molesto gruñido de mi estómago, esa odiosa sensación de vacío.
Prefiero que se calle porque me recuerda, ese ruido, que a pesar de mis intentos por olvidarlo sigo vivo.